OCHENTA

Despacio, Harry se aproximó a la cama y contempló a su hermano de cerca. Era él, sin duda. No importaban los años que habían pasado sin verse ni cuánto había cambiado su aspecto. Se trataba de un sentimiento, de una familiaridad que se remontaba a su niñez. Tocó la mano de Danny, pero aunque estaba caliente éste no reaccionó.

– Signore -Marta se acercó a Harry mientras miraba a Elena-, hemos tenido que sedarlo.

Elena la miró con gesto de preocupación.

– Cuando usted se marchó se asustó mucho -aseveró Salvatore en italiano mirando primero a Harry y luego a Elena-. Lo encontramos en el suelo, había bajado de la cama y se había arrastrado por el suelo hasta el agua. Intenté sujetarlo pero no me dejó. Temí que se hiciera daño…, que cayera al agua y se ahogara…, y como teníamos medicinas aquí y mi mujer sabía qué hacer…

– No se preocupe. -Elena contó a Harry lo ocurrido.

Harry miró a su hermano y sonrió.

– Sigues siendo el mismo tío duro de siempre, ¿verdad? -Harry se volvió a Elena-. ¿Cuánto tiempo permanecerá inconsciente?

– ¿Cuánto le administraron? -preguntó Elena a Marta en italiano y ésta le respondió. Elena miró a Harry-. Una hora, quizás un poco más.

– Debemos sacarlo de aquí.

– ¿Adonde quiere llevarlo? -Elena explicó a la pareja que uno de los hombres que la habían acompañado hasta allí había aparecido muerto en el lago-. No creo que Luca se ahogara, pienso que lo mató la misma persona que asesinó a su mujer y que está buscando a su hermano, así que por ahora más vale que nos quedemos aquí. No conozco un lugar más seguro.


Edward Mooi navegó entre las rocas hacia la entrada de la gruta y encendió el reflector.

– ¡Apague eso!

El poeta pulsó un interruptor de inmediato y en ese instante sintió un pellizco en la oreja, profirió un gritó y se la tocó con la mano. Sangre.

– Es una cuchilla, Edward Mooi…, la misma que utilicé para la lengua que tienes en el bolsillo de la camisa.

Mooi, con la mano en el volante, percibió las rocas que pasaban junto a la lancha. Iba a morir de todos modos, ¿por qué había llevado a ese loco hasta allí? Podía haber llamado a gritos a la policía e intentado huir, pero no lo había hecho por miedo.

Había entregado su vida entera a las palabras y a la creación poética. Después de leer su obra, Eros Barbu lo había rescatado de una vida insignificante como funcionario en Suráfrica y le había ofrecido un lugar para vivir y los medios para seguir escribiendo a cambio de que administrase Villa Lorenzi. Así lo había hecho, y poco a poco, había dado a conocer su obra.

Entonces, cuando Mooi llevaba casi siete años en la casa, Barbu le pidió algo más: que protegiera al hombre que llegaría en un hidrodeslizador. Podía haberse negado, pero no lo hizo y tanto él como ese hombre estaban a punto de perder la vida.

El poeta sorteó unos escollos en la oscuridad. Ya sólo faltaban unos cien metros y dos curvas más para llegar al embarcadero.

El agua era profunda y silenciosa; con lentitud, Mooi acercó el pulgar al interruptor de parada de emergencia, y los motores se detuvieron.

El último acto de su vida fue extraordinariamente breve: con la mano derecha pulsó la sirena de aviso mientras con la izquierda se agarraba al borde de la lancha para saltar, pero la cuchilla le hendió la piel del cuello como si de seda se tratara. No importaba. Había rezado sus plegarias.

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