CIENTO CUARENTA

– Roscani y Castelletti -comentó Adrianna cuando vio el Alfa Romeo azul que se detenía detrás del Fiat.

Scala salió del coche, se acercó al Alfa y los tres policías conversaron por unos instantes antes de que el primero regresara al coche y se marchara.

– Todo está sincronizado al minuto -comentó Eaton-. Harry Addison salió del edificio hace dos horas y todavía no ha regresado, y ahora, Roscani se presenta; debe de estar esperando a que el padre Daniel dé el siguiente paso, querrá asegurarse de que no suceda nada…

En ese momento sonó el buscapersonas; Eaton alargó la mano para tomar la radio del asiento contiguo.

– Sí.

Adrianna observó que la mandíbula de Eaton se tensaba mientras escuchaba por la radio.

– ¿Cuándo? -Eaton apretó todavía más los dientes-. Que nuestro departamento no haga comentarios, no sabemos nada… Bien.

Eaton apagó la radio y miró al vacío.

– Li Wen había confesado ser el autor del envenenamiento de los lagos, pero unos minutos más tarde lo mató un agresor que, a su vez, fue acribillado por un guardia de seguridad. Todo muy conveniente, ¿no te parece? ¿Te suena el método empleado?

– Thomas Kind -respondió Adrianna al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda.

Eaton se volvió hacia el bloque de apartamentos.

– No sé qué cojones está tramando Roscani, pero si les permite entrar en el Vaticano, lo más probable es que alguien resulte muerto, sobre todo si los aguarda Thomas Kind.

– James. -Un movimiento al final de la calle había captado la atención de Adrianna.

Roscani había descendido del coche y hablaba por un teléfono móvil, mirando en torno a sí. Castelletti caminaba por la acera con una pistola automática en la mano, mirando los edificios a uno y otro lado de la calle, como un miembro del servicio secreto.

Roscani continuaba hablando por teléfono y asentía con la cabeza mientras le hacía señas a Castelletti para que subiera al coche.

En ese momento se abrió la puerta del número 22 de Via Niccolò V, y una mujer joven con téjanos y gafas de sol salió empujando a un hombre barbudo en silla de ruedas que vestía una camisa hawaiana. El hombre tenía una funda de cámara sobre las piernas mientras que la mujer llevaba una colgada del hombro.

– Es él -exclamó Adrianna-. La mujer debe de ser Elena Voso.

Los neumáticos del Alfa Romeo chirriaron cuando Roscani hizo un giro de 180o para situarse junto a la silla de ruedas y acompañar a la pareja que se encaminaba al Vaticano como unos turistas cualesquiera que habían salido de paseo a primera hora de la mañana.

– Dios mío, van a escoltarlos hasta el Vaticano.

Eaton arrancó el coche, cambió de marcha y descendió, poco a poco, por Via Niccolò V Se sentía furioso y frustrado, pero lo único que podía hacer si no quería causar un conflicto internacional, era no perder de vista el Alfa Romeo.


El coche doblaba la esquina de Largo di Porta Cavalleggeri con Piazza del Sant'Uffizio -situada a tiro de piedra de la columnata sur y de la entrada a la plaza de San Pedro- cuando Roscani miró de modo instintivo por el espejo retrovisor y divisó un Ford verde a unos veinte o treinta metros de distancia que avanzaba despacio, a la misma velocidad que ellos. En los asientos delanteros del coche iban dos personas pero, al percibir la mirada de Roscani, el acompañante bajó la vista. En ese instante Elena viró a la izquierda, en dirección a la columnata. Roscani echó otro vistazo al espejo. El Ford seguía detrás pero, de súbito, giró a la derecha, aceleró y se perdió de vista.

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