CUARENTA Y DOS

Todavía viernes, 10 de julio, 16.15 h

Adrianna Hall, sentada en su pequeño despacho de la sucursal de la World News Network en Roma, veía por décima vez el vídeo de Harry Addison e intentaba encontrar sentido a todo aquello.

No había pasado más de tres horas con aquel hombre, tres horas muy apasionadas, cierto, pero en ese breve espacio de tiempo, y después de todos los hombres que había conocido, sobre Harry Addison sólo sabía con certeza que era incapaz de matar a un policía. Sin embargo, las autoridades estaban convencidas de lo contrario y, como prueba de ello, tenían sus huellas en el arma homicida. Adrianna también sabía que la pistola Llama de fabricación española recuperada del lugar de la explosión había desaparecido del coche de Pio y que la policía creía que se la había llevado Harry tras asesinar a Pio.

La periodista dejó caer las manos sobre la mesa y se reclinó en la silla. No sabía qué pensar. De súbito, oyó el timbre del teléfono pero dejó que sonara varias veces antes de contestar.

– El señor Vasko -le comunicó su secretaria.

Era la tercera vez que Vasko la llamaba en las últimas dos horas. Como se encontraba de viaje, no había dejado número de contacto, pero sí el recado de que volvería a llamar, y en ese momento se encontraba al otro lado de la línea.

Elmer Vasko era un ex jugador de hockey profesional y compañero de equipo de su padre, con quien trabajó de nuevo cuando éste entrenaba al equipo suizo. En sus días de gloria lo llamaban Alce, pero ya no era más que un gigante tranquilo, un amigo de la familia a quien no veía desde hacía años, pero que estaba en Roma, llamándola en el peor de los momentos, justo cuando la situación estaba al rojo vivo.

Adrianna había regresado esa mañana temprano de Croacia. Tan pronto como se enteró de la noticia de Harry Addison solicitó que la enviaran a Roma de inmediato. Al llegar, se dirigió a la Questura donde presenció la última parte de la entrevista improvisada a Marcello Taglia, a quien intentó abordar, sin éxito, al final de la misma. Tampoco tuvo suerte cuando probó a hablar con Roscani.

Después se marchó a casa para darse una ducha y cambiarse de ropa, pero mientras se secaba el cabello se enteró de la noticia del metro y, montada en la moto del cámara, se dirigió al lugar de los hechos con el pelo todavía mojado. La policía impedía a los medios de comunicación la entrada a los túneles y, una hora más tarde, Adrianna decidió regresar al estudio para escribir el reportaje y ver el vídeo de Harry por primera vez.

Horas más tarde salió de nuevo y, cuando volvió al despacho, se encontró con los mensajes de Elmer Vasko, de modo que cuando llamó de nuevo no tuvo más remedio que responder.

– Elmer, señor Vasko, ¿cómo le va? -Intentó sonar amable aunque no se sintiera así-. ¿Señor Vasko…?

Silencio. Adrianna estaba a punto de colgar cuando oyó una voz.

– Necesito tu ayuda.

– ¡Mierda! -Adrianna sintió que se le cortaba la respiración.

Era Harry Addison.


Harry se encontraba en una cabina telefónica junto a un pequeño café de la Piazza della Rotonda al otro lado del Panteón. Había comprado una boina negra en una tienda de la esquina, y la llevaba bien encasquetada a fin de ocultar la venda de su frente. Mantenía la mano izquierda oculta en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Dónde estás? -Adrianna se había recuperado ya de la sorpresa.

– Pues…

Harry no sabía si Adrianna habría regresado de Croacia, pero había decidido probar suerte y llamarla, porque al repasar la lista de conocidos se percató de que sólo podía acudir a ella. Era la única persona que sabía qué estaba sucediendo y en quien se atrevía a confiar. A pesar de todo, cuando por fin la tuvo al otro lado del teléfono ya no estaba tan seguro, pues sabía que ella tenía contactos en la policía que le facilitaban información. ¿Y si quedaba con él y se presentaba con la policía?

– Harry, ¿dónde estás? -volvió a oír su voz con más fuerza que antes.

Titubeó de nuevo, se sentía inseguro, y la jaqueca que aún sentía le impedía estar alerta.

– No podré ayudarte si no hablas conmigo.

Un grupo de colegialas pasó en ese instante junto a la cabina riendo y bromeando entre sí. Harry les dio la espalda para oír mejor y entonces divisó a dos carabinieri a caballo que cruzaban la plaza hacia él. Aunque avanzaban sin prisa, de patrulla, todos los policías del país andaban en su busca, por lo que debía intentar eludirlos a toda costa. En ese momento, esto significaba no moverse del lugar en el que se hallaba hasta que hubieran desaparecido. Se volvió levemente y habló por el auricular.

– Yo no maté a Pio.

– Dime dónde estás.

– Tengo mucho miedo de que la policía me mate.

– Harry, ¿dónde estás?

Silencio.

– Harry, me has llamado tú y si lo has hecho es porque confías en mí. No conoces Roma, no hablas italiano y si te pidiera que nos encontrásemos en algún lugar, tendrías que preguntarle a alguien y quizá te meterías en un lío, ¿verdad? Por lo tanto, es más fácil que me digas dónde estás y que yo vaya a tu encuentro, ¿no crees?

Los carabinieri estaban cada vez más cerca. Eran muchachos jóvenes sobre caballos blancos y llevaban un arma colgada del costado. No sólo estaban de patrulla, sino que observaban con detenimiento a todos los transeúntes.

– Dos policías a caballo vienen hacia aquí.

– Harry, por el amor de Dios, ¿dónde estás?

– No… lo… -Dio media vuelta y echó un vistazo en torno a sí, procurando no mirar a la policía y descubrir algún letrero, el nombre de un edificio, un café, cualquier cosa que le sirviera de referencia. Por fin vio una placa en la fachada de un edificio a unos cinco metros de distancia.

– Algo de rotunda.

– Piazza della Rotonda. ¿En el Panteón?

– Supongo.

– ¿Un edificio circular con columnas?

Sí.

Casi tenía a los carabinieri encima, los caballos avanzaban con lentitud y los policías observaban a la multitud de la plaza y a las personas sentadas en las terrazas de los cafés. Uno de ellos tiró de las riendas de su caballo y los animales se detuvieron a pocos metros de donde se hallaba Harry.

– ¡Mierda! -masculló Harry.

– ¿Qué sucede?

– Están aquí al lado. Casi puedo tocar los caballos.

– Harry, ¿te están mirando?

– No.

– Entonces no te preocupes; se irán en un minuto. Cuando se hayan marchado, cruza la plaza hacia el lado derecho del Panteón, enfila cualquier callejuela lateral y camina dos manzanas hasta llegar a la Piazza Navona. Allí verás una fuente rodeada de bancos. La plaza estará atestada. Siéntate en un banco y ya te encontraré.

– ¿Cuándo?

– Dentro de veinte minutos.

Harry miró el reloj.


16:32

– ¿Harry?

– ¿Qué?

– Confía en mí.

Adrianna colgó y Harry permaneció inmóvil con el auricular en la mano. La policía seguía allí y, si colgaba y reparaban en su presencia, tendría que marcharse. Por otro lado, si no colgaba, quizá la compañía telefónica informaría sobre la repentina avería de una de sus cabinas y, considerando el estado de alerta en el que se encontraba la policía, era posible que decidieran investigar el incidente. Miró hacia atrás y se le cayó el alma a los pies.

Los dos carabinieri estaban hablando con dos compañeros. Ya eran cuatro, y se encontraban a pocos metros de la cabina. Harry decidió colgar. No podía permanecer allí sin hacer otra llamada y no tenía a quién llamar. Debía hacer algo antes de que uno de los policías lo viera allí de pie, sin hacer nada. Salió de la cabina, pasó por su lado y cruzó la plaza en dirección al Panteón.

Uno de los carabinieri lo observó mientras se marchaba y siguió sus pasos con la mirada, pero en ese instante, su caballo mordió el bocado y tuvo que tirar de las riendas. Cuando miró de nuevo, Harry había desaparecido.

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