OCHO

Roma, martes 7 de julio, 7.45 h

Jacov Farel era suizo.

También era el jefe del Ufficio Céntrale di Vigilanza, el hombre que tenía a su cargo la policía del Vaticano desde hacía más de veinte años. Había llamado a Harry a las siete y cinco despertándolo de un sueño profundo, y le había dicho que debían hablar cuanto antes.

Harry había accedido a encontrarse con él y, cuarenta minutos más tarde, atravesaba Roma en un coche conducido por uno de los hombres de Farel. Cruzaron el Tíber y avanzaron en paralelo al río unas cuantas calles, luego torcieron por la Via della Conciliazione, con su columnata y la inconfundible cúpula de San Pedro en la distancia. Harry estaba convencido de que era allí adonde lo llevaban: al despacho de Farel, en algún lugar del interior del Vaticano. Luego, de pronto, el conductor dobló a la derecha, pasando por el arco de una muralla antigua, y se internó en un barrio de callejuelas y viejos edificios. Dos calles más allá, tomó una curva cerrada y se detuvo frente a una pequeña trattoria, en Borgo Vittorio. Tras salir del coche, el conductor abrió la puerta a Harry y lo escoltó al interior del restaurante.

Al entrar se encontraron con un hombre de traje negro de pie ante la barra. Les daba la espalda, y su mano derecha descansaba junto a una taza de café. Medía casi un metro ochenta, era de complexión fuerte, y se había afeitado al cero el poco pelo que debía de quedarle, de forma que la coronilla le brillaba como si la hubiesen pulido.

– Gracias por venir, señor Addison.

El inglés de Jacov Farel estaba teñido por un acento francés. Su voz era ronca, como si hubiera fumado un pitillo tras otro durante años. Con lentitud, separó la mano de la taza de café y se volvió. Hasta entonces, Harry no había advertido el poder que traslucía su aspecto: la cabeza afeitada, el rostro amplio con la nariz achatada, el cuello grueso como el muslo de un hombre, el ancho pecho ceñido por una camisa blanca. Sus manos, grandes y fuertes, daban la impresión de haber pasado la mayor parte de sus cincuenta y pico años manejando una taladradora. Y también estaban los ojos: hundidos, verdes grisáceos, implacables… De repente buscaron los del conductor. Sin decir una palabra, éste dio un paso atrás y se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Farel dirigió la mirada a Harry.

– Mis responsabilidades son distintas de las de la policía italiana. El Vaticano es un Estado, un país dentro de Italia. Por consiguiente, soy responsable de la seguridad de una nación.

Harry miró en torno a sí de forma instintiva. Estaban solos. No había camareros, ni clientes. Sólo Farel y él.

– Cuando asesinaron al cardenal Parma, su sangre me salpicó la camisa y la cara. También salpicó al Papa, manchándole la vestimenta.

– Estoy aquí para ayudar en lo que pueda.

Farel lo estudió con atención.

– Sé que habló con la policía. Sé lo que les dijo, y las transcripciones. Leí el informe que redactó el inspector jefe Pio después de entrevistarse con usted en privado… Lo que me interesa es lo que usted no les dijo.

– ¿Lo que no les dije?

– O lo que no le preguntaron. O lo que usted no mencionó cuando se lo preguntaron, a propósito o porque no lo recordaba o, tal vez, porque no le pareció importante.

La presencia de Farel parecía llenar la habitación. Harry tenía las manos húmedas y le sudaba la nuca. Volvió a echar un vistazo alrededor. Continuaban solos. Eran más de las ocho de la mañana. ¿A qué hora comenzaba a trabajar el personal? ¿A qué hora empezaba a entrar la gente a tomar el desayuno o un café? ¿Acaso habían abierto exclusivamente para Farel?

– Parece sentirse incómodo, señor Addison…

– Tal vez porque estoy cansado de hablar con la policía pese a no haber hecho nada, y ustedes siguen actuando como si fuera culpable de algo… He venido a verlo de buen grado porque creo que mi hermano es inocente, para mostrarle que estoy dispuesto a colaborar en lo que me sea posible.

– Esa no es la única razón, señor Addison…

– ¿Qué quiere decir?

– Tiene que conservar sus clientes. Si hubiese llamado a la embajada de Estados Unidos tal como amenazó con hacer, o a un abogado italiano para que lo representase durante los interrogatorios en comisaría, sabe que casi con toda seguridad los medios de información se habrían enterado… No sólo se habrían hecho públicas nuestras sospechas sobre su hermano, sino que también se hablaría sobre usted: quién es, qué hace, para quién trabaja. Sus representados son gente que no querría verse relacionada, ni siquiera de manera remota o indirecta con el asesinato del cardenal vicario de Roma.

– ¿A quién cree que represento que…?

Farel lo interrumpió con brusquedad, nombrando a media docena de grandes estrellas de Hollywood en rápida sucesión.

– ¿Quiere que siga, señor Addison?

– ¿Dónde ha obtenido esa información?

Harry estaba tan sorprendido como furioso. La identidad de los clientes de su bufete se guardaba en secreto con mucho celo. Esto significaba que Farel no sólo había escarbado en su historial, sino que también disponía de contactos en Los Ángeles capaces de conseguirle lo que quisiera. Alcance y poder semejantes asustaban por sí mismos.

– Dejemos a un lado la culpabilidad o inocencia de su hermano. Todo tiene su lado práctico… Por eso está aquí hablando conmigo, señor Addison, solo y por su propia voluntad, y así continuará haciéndolo hasta que haya terminado con usted… Debe proteger su propio éxito. -Se acarició el cráneo por encima de la oreja izquierda-. Hace un día espléndido. ¿Por qué no salimos a dar una vuelta…?

El sol de la mañana empezaba a iluminar los pisos más altos. Farel giró a la izquierda, por Via degli Ombrellari…, una estrecha calle adoquinada sin aceras, flanqueada por bloques interrumpidos aquí y allá por un bar, un restaurante o una farmacia. Se cruzaron con un sacerdote. Más abajo, dos hombres cargaban con gran estrépito botellas vacías de vino y agua mineral en una furgoneta, delante de un restaurante.

– Fue un tal Byron Willis, socio de su bufete, quien le informó de la muerte de su hermano.

– Sí…

De modo que también sabía eso. Estaba haciendo lo mismo que Roscani y Pio: intentar intimidarlo y pillarlo desprevenido, hacerle saber que, con independencia de lo que dijese nadie, seguía siendo sospechoso. El hecho de que Harry supiese que era inocente carecía de toda importancia. Los años en la Facultad de Derecho lo habían hecho más consciente de que la mayoría de los innumerables inocentes que habían pasado por prisiones, cárceles, e incluso horcas, habían sido acusados de crímenes mucho menos graves que el que se estaba investigando. Le resultaba inquietante, si no aterrador. Y Harry sabía que se le notaba, cosa que le disgustaba. Por añadidura, el fisgoneo de Farel en su actividad profesional hacía que todo tomase un giro calculado. Esto confería al policía del Vaticano poder adicional, pues le permitía entrometerse en la vida privada de Harry y demostrarle que no tenía adonde ir.

La preocupación de Harry por la publicidad era uno de los primeros asuntos de los que éste se había ocupado el día anterior: en cuanto dejó a Pio y se registró en el hotel, había llamado a Byron Willis a su casa de Bel Air. Durante la conversación se enumeraron, prácticamente palabra por palabra, las razones que Farel acababa de aducir para que Harry mantuviera la discreción. Habían acordado que, aunque se trataba de un hecho trágico, Danny estaba muerto, y puesto que, fuera cual fuese su participación en el asesinato del cardenal Parma, ésta se guardaba en secreto, lo mejor para todos era que las cosas siguieran como estaban. El riesgo de que los nombres de los clientes de Harry salieran a la luz y su situación fuese explotada, era algo que ni ellos, ni él, ni la compañía necesitaban, menos aún en un momento en que los medios de comunicación parecían controlarlo todo.

– ¿Sabía el tal señor Willis que el padre Daniel se había puesto en contacto con usted?

– Sí…, se lo dije cuando llamó para notificarme lo ocurrido…

– ¿Le contó lo que le había dicho su hermano?

– Una parte… La mayor parte… Lo que dije está en las transcripciones de lo que ayer expliqué a la policía. -Harry sentía que la rabia empezaba a aumentar-. ¿Qué importancia tiene?

– ¿Hace cuánto que conoce al señor Willis?

– Diez, once años. Me ayudó a introducirme en el negocio. ¿Por qué?

– Están muy unidos.

– Sí, supongo…

– ¿Confía en él más que en ninguna otra persona?

– Supongo.

– Lo que significa que le contaría cosas que no le contaría a ninguna otra persona.

– ¿Adonde quiere llegar?

Los ojos verdes grisáceos de Farel se clavaron en los de Harry. Al cabo de un rato desvió la mirada y siguieron andando despacio; Harry no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigían ni por qué. Se preguntó si Farel lo sabía o si sólo se trataba de su manera de interrogar.

Detrás de ellos, un Ford azul dobló la esquina, recorrió despacio cincuenta metros, luego se acercó al bordillo y paró. Nadie bajó. Harry miró a Farel. Si era consciente de la presencia del coche, no lo puso de manifiesto.

– Nunca habló en persona con su hermano.

– No.

Más abajo, los hombres terminaron de cargar botellas y la furgoneta se puso en marcha. Aparcado detrás había un Fiat gris con dos hombres en los asientos delanteros. Harry miró hacia atrás; el otro coche continuaba allí. La manzana era corta. Si los hombres de los coches trabajaban para Farel, era como si hubiesen acordonado la calle.

– Y borró el mensaje que le dejó en el contestador…

– No lo habría hecho de haber sabido el curso que iban a tomar los acontecimientos.

Farel se detuvo de golpe. Se hallaban a corta distancia del Fiat gris, y Harry notó que sus ocupantes los observaban. El que se hallaba al volante era joven y se inclinó hacia delante con ansia» como si deseara que ocurriera algo.

– Actúa como si no supiera dónde estamos, señor Addison. -Farel sonrió, luego señaló el edificio de cuatro plantas, de pintura desconchada y manchas amarillas, que tenían ante sí.

– ¿Debería saberlo?

– Número 127 de la Via degli Ombrellari. ¿No lo sabe?

Harry miró calle abajo. El Ford azul seguía allí. Luego miró de nuevo a Farel.

– No. No lo sé.

– Es el edificio donde vivía su hermano.

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