CIENTO TREINTA Y NUEVE

La cocina olía a ron y cerveza, y en su interior se oía el tintineo de cristal. Elena vació en el fregadero el contenido de la última botella de cerveza Moretti. Enjuagó la botella, recogió los otros cuatro envases de Moretti vacíos y los depositó en la mesa donde trabajaba Danny.

En el cuenco grande de cerámica que había ante él, Danny había mezclado cantidades proporcionales de dos ingredientes sencillos: ron de setenta y cinco grados y aceite de oliva. A la derecha, tenía unas tijeras y una caja con bolsas de plástico de medio litro con cierre a presión y, más lejos, las unidades ya completas: diez servilletas de tela cortadas en cuatro piezas empapadas en la mezcla de ron y aceite y enrolladas después en forma de cilindro, colocadas en el interior de las bolsas de plástico y cerradas. En total, había cuarenta cilindros, cuatro en cada una de las diez bolsas.

Al acabar, Danny se secó las manos con una toalla de papel y vertió con cuidado el resto de la mezcla en las cinco botellas de cerveza.

– Corte otra servilleta -pidió a Elena mientras seguía trabajando-. Necesitamos cinco mechas de unos quince centímetros, bien enrolladas.

– De acuerdo. -Elena tomó las tijeras y echó un vistazo al reloj de la cocina.


Roscani se sacó el cigarrillo apagado de la boca y lo aplastó en el cenicero del Alfa. Un segundo más, y habría acabado por encenderlo. El ispettore observó a Castelletti de soslayo, miró por el espejo retrovisor y luego dirigió la vista al frente, hacia la amplia avenida que se extendía ante ellos. Se dirigían al sur por Viale di Trastevere. Roscani estaba intranquilo; no hacía más que pensar en Pio, en cuánto lo echaba de menos y en lo que daría por que se encontrase allí con ellos.

Por primera vez en su vida, Roscani se sentía perdido. Ni siquiera sabía si estaba haciendo lo correcto. Pio le habría hecho ver las cosas desde otra perspectiva, habrían hablado largo y tendido y al final habrían encontrado una solución beneficiosa para todos. Pero Pio no estaba, y debían arreglárselas sin él. Los neumáticos del coche chirriaron al tomar una curva cerrada a la derecha y después otra. A la izquierda se encontraban las vías del tren, y Roscani buscó en vano la locomotora. De pronto doblaron una esquina y ya avanzaban por Via Niccolò V, hacia el Fiat blanco de Scala, aparcado al final de la calle, frente al número 22.

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