DIECIOCHO

Eran más de las cuatro de la tarde cuando abandonaron la autostrada y se incorporaron al tráfico que circulaba por Via Salaria hacia el centro de la ciudad. Pio no había apartado la vista del Renault verde. Estaba convencido de que el coche los seguiría después de la caseta de peaje y se preparó para pedir ayuda por radio. Sin embargo, para su sorpresa, el coche verde prosiguió su camino por la amostrada.

A pesar de ello, le inquietaba su presencia y el hecho de que los siguiera durante tanto rato. Mientras explicaba su idea a Harry, no apartó la vista de la carretera ni por un segundo.

Se trataba, le comentó, de utilizar la pistola encontrada en el lugar de la explosión como excusa para mantener a Harry durante más tiempo en Roma para el interrogatorio y visitar de nuevo a las víctimas del autocar de Asís. La policía preguntaría a los supervivientes si habían visto a un hombre con una pistola en el autocar, cuestión que no se había planteado antes porque no había razones para sospechar de la presencia de un pistolero. Si disparó, pero empleó el silenciador, era posible que el resto de los pasajeros no lo hubiera oído. Habría supuesto una acción muy arriesgada, propia de un profesional. Bien ejecutada podría haber dado resultado, pues lo más probable era que los ocupantes del autocar pensaran que la víctima dormía y que el crimen no se descubriera hasta la llegada a la estación terminal cuando todos se hubiesen apeado.

Esta nueva hipótesis justificaba volver a interrogar a los supervivientes y examinar de nuevo los cadáveres. Algunos de los ocho supervivientes permanecían hospitalizados. Si el padre Daniel no figuraba entre ellos -y Pio estaba seguro de que así era-, comenzarían a investigar a los muertos con el pretexto de buscar heridas de bala, algo que se habría pasado por alto con facilidad en la autopsia, considerando el estado en que se encontraban los cuerpos y el pequeño calibre de la pistola.

De este modo, examinarían los cuerpos desde un punto de vista diferente, ya que esta vez buscarían a una persona en particular, al padre Daniel y, si después de todo, no daban con sus restos, contarían con pruebas suficientes para sospechar que el presunto asesino del cardenal vicario de Roma seguía vivo.

Sólo Roscani conocería el verdadero objetivo de la investigación, nadie más, ni siquiera Farel.

– Debo advertirle, señor Addison -dijo Pio al detenerse frente a un semáforo en rojo-, que Farel no tardará en descubrirnos y, cuando esto ocurra, es posible que detenga la investigación.

– ¿Por qué?

– Por lo mismo que le advirtió el cardenal Marsciano: si lo que ha sucedido está relacionado con la política del Vaticano, Farel cerrará el caso. El Vaticano es un estado soberano que no pertenece a Italia. Nuestro trabajo consiste en cooperar con la Santa Sede y ayudarles en lo posible, pero si no nos invitan a pasar, no podemos entrar.

– ¿Y entonces qué?

El semáforo se puso verde, y Pio aceleró al tiempo que cambiaba de marcha.

– Entonces nada, a no ser que usted solicite ayuda a Farel, pero le aseguro que no se la prestará.

Harry observó que Pio miraba de nuevo por el espejo retrovisor como había hecho en repetidas ocasiones en la autostrada, pero entonces pensó que el policía estaba actuando con prudencia; sin embargo, ésta era la tercera vez que miraba en los últimos minutos, y ya no estaban en la autopista, sino en medio de la ciudad.

– ¿Sucede algo?

– No lo sé.

Desde que se adentraron en Via Salaria, Pio permaneció atento a un pequeño Peugeot blanco que circulaba detrás de ellos. El policía giró por Via Chiana y después a la derecha, por Corso Trieste. El Peugeot sorteó el tráfico sin despegarse del Alfa.

En un cruce situado junto a un pequeño parque, Pio redujo de marcha y viró a la derecha sin previo aviso. El coche se ladeó, chirriaron los neumáticos y el policía frenó de súbito sin apartar la vista del Peugeot, que siguió adelante sin girar.

– Disculpe.

Pio aceleró de nuevo por un barrio tranquilo separado por un parque en el que había intercalados edificios nuevos y antiguos, rodeados de árboles de gran tamaño, arbustos frondosos y adelfas en flor. Giró de nuevo al llegar a la esquina y miró por el espejo.

El Peugeot.

El coche se dirigía a ellos desde una bocacalle. De un modo instintivo, Pio extrajo una Beretta de 9 mm del salpicadero y la colocó sobre el asiento a la vez que encendía la radio.

– ¿Qué ocurre? -Harry sintió miedo.

– No lo sé.

Pio miró de nuevo por el espejo. El Peugeot estaba justo detrás de ellos pero tenía el parabrisas ahumado y resultaba imposible distinguir al conductor. Pio redujo de marcha y pisó el acelerador.

– Ispettore capo Pio… -dijo por la radio.

– ¡Cuidado! -gritó Harry.

Era demasiado tarde. Un camión procedente de una calle lateral les obstruyó el paso. Los neumáticos del coche rechinaron antes del choque, Pio golpeó el volante con la cabeza, Harry se vio impulsado hacia delante y el cinturón de seguridad tiró de él hacia el asiento.

En ese instante, se abrió la puerta y, por una milésima de segundo, Harry vio el rostro de una persona y sintió que algo lo golpeaba con fuerza y todo se volvía negro.

Pio contempló su propia arma en la mano enguantada de un extraño. Intentó moverse, pero el cinturón de seguridad se lo impidió. El extraño amartilló la pistola, y el policía creyó oír una explosión, pero estaba equivocado: en torno a él no había más que silencio.

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