Con paso tranquilo, Harry avanzaba por el interior de la basílica detrás de un grupo de turistas canadienses que se detuvo ante la Piedad de Miguel Ángel, la expresiva escultura de la Virgen con el cuerpo de Cristo. Unos instantes después se alejó de los canadienses y se encaminó al centro de la nave, donde contempló con aire distraído el interior de la cúpula y el baldaquín de Bernini sobre el altar.
Después, siguiendo las instrucciones de Danny, continuó la visita solo. Cruzó hasta el lateral derecho de la iglesia, pasando por delante de los confesionarios de madera, y admiró por unos instantes las esculturas de santa Petronila y san Miguel arcángel antes de llegar al monumento del papa Clemente XIII junto al que encontró un saliente en la pared del que colgaba un tapiz decorativo.
Tras asegurarse de que nadie lo observaba, apartó el tapiz y entró en un pasillo estrecho con una puerta al fondo que se abría a una pequeña escalera que conducía a una segunda puerta que daba al exterior. Una vez fuera, Harry tuvo que entornar los ojos a causa de la intensa luz del sol que iluminaba los jardines del Vaticano.
Elena abrió la puerta de salida de emergencia y la sujetó con el pie mientras pegaba un trozo de cinta adhesiva en el picaporte para evitar que se cerrara por completo.
Satisfecha, salió y soltó la puerta. Después de echar un vistazo al segundo piso del edificio, donde había dejado a Danny junto al servicio de caballeros más próximo a la entrada de la capilla Sixtina, Elena se alejó del museo.
Se acomodó la correa de la bolsa sobre el hombro y atravesó con paso ligero un pequeño patio hasta llegar al punto donde convergían varios senderos, prados y setos decorativos. Se trataba de una de las entradas a los jardines del Vaticano. Ante ella, a la derecha, se hallaba la escalinata doble que conducía a la fuente del Sacramento.
Elena se acercó a los escalones con rapidez y cautela. Si alguien la detenía por el camino diría que se había equivocado de puerta al salir y que estaba perdida.
Ascendió por la escalinata y se acercó a la zona de la fuente, giró a la derecha y divisó varios tiestos al pie de una conífera. Miró en torno a sí con expresión azorada, como si de verdad se hubiese perdido, y, al comprobar que no había nadie, extrajo una riñonera negra de nailon de la bolsa de la cámara y la escondió detrás de los tiestos. Segundos después se puso en pie, miró de nuevo alrededor y volvió a entrar en el edificio por la salida de emergencia. Arrancó la cinta adhesiva del picaporte, cerró la puerta y subió por las escaleras al segundo piso.