En el despacho de Farel reinaba el caos absoluto; el jefe de bomberos, al teléfono, preguntaba a gritos cómo era posible que, cuando estalló la primera bomba incendiaria delante del edificio del cuerpo de bomberos, se hubiera cortado el suministro de agua. De pronto, su tono cambió cuando inquirió si se trataba de un ataque terrorista porque, si lo era, no pensaba enviar a sus hombres a luchar contra terroristas armados, eso era responsabilidad de Farel.
El policía del Vaticano sabía bien cuál era su deber y había enviado a sus hombres de negro a los museos para que ayudaran al contingente de la Guardia Suiza, dejando sólo a seis hombres en la torre, entre ellos Thomas Kind y Antón Pilger, para tender la trampa. Fue en ese momento cuando explotó la segunda bomba.
Farel no podía arriesgarse; quizá se tratase de los Addison, quizá no.
– El agua es su problema, capo -espetó Farel, pasándose la mano por la sudorosa cabeza afeitada, con una voz más ronca de lo habitual.
»La Vigilanza y la Guardia Suiza se encargarán de poner a salvo a la gente; mi única preocupación es la seguridad del Santo Padre. Lo demás me da igual -Farel colgó y se dirigió a la puerta.
Hércules avistó el humo del cuarto incendio de Harry y vio a éste alejarse del fuego, correr hacia la torre y agazaparse detrás de una hilera de olivos, momento en el que lo perdió de vista.
El enano dio dos vueltas a la cuerda alrededor del saliente de hierro y, deslizándose por ella, descendió por el empinado tejado hasta el borde del mismo, situado a unos seis metros del suelo, distancia fácil de salvar si nadie disparaba contra uno.
En ese instante Hércules vio estallar otro incendio y, segundos después, otro más. El humo filtraba la luz del sol y el paisaje se tornó rojizo, la mañana se oscureció y la combinación de los fuegos de Harry, del humo de los museos y de la falta de viento transformaron la colina del Vaticano en una ciudad fantasmagórica, un lugar en el que los objetos parecían flotar y donde resultaba imposible distinguir algo a más de unos metros de distancia.
Hércules oyó el ruido de toses a sus pies y, por un breve instante, vio a dos hombres de negro, los que vigilaban más cerca de la puerta, trasladarse al lugar donde se ocultaba el segundo grupo, desesperados por respirar una bocanada de aire fresco.
En ese momento una figura cruzó como una flecha el camino hacia la estación y se escondió tras unos setos altos. Hércules comenzó a agitar las muletas. Segundos después, Harry asomó la cabeza y el enano señaló con las muletas el lugar donde se hallaban los cuatro hombres de negro. Harry le respondió con un gesto con la mano y, acto seguido, desapareció envuelto por el humo. Quince segundos más tarde, del lugar donde se encontraba surgió una llama resplandeciente.
Como el resto de los ciudadanos de Roma, Roscani, Scala y Castelletti estaban pendientes del humo y las sirenas; habían seguido atentos por las frecuencias de la policía las conversaciones entre el cuerpo de policía y los bomberos del Vaticano y los departamentos correspondientes de Roma; también habían oído a Farel pedir para el Sumo Pontífice un helicóptero que debía aterrizar en el tejado de la residencia papal en lugar de en el helipuerto situado junto a los jardines.
En ese instante, la locomotora exhaló una nube de humo negro y comenzó su marcha lenta hacia las puertas del Vaticano. El hecho de que fueran a evacuar al Papa y a la mayoría de las personas del Vaticano no invalidaba las instrucciones que habían recibido, la vía de ferrocarril se hallaba en perfecto estado y nadie les había ordenado que regresaran, así que siguieron su camino con el fin de retirar el vagón abandonado.
– ¿Quién me da un cigarrillo? -preguntó Roscani a sus hombres.
– Vamos, Otello, lo has dejado, no empieces otra vez… -lo reprendió Scala.
– No he dicho que pensara encenderlo -espetó Roscani.
Scala titubeó. La ansiedad de Roscani resultaba evidente.
– Estás muy preocupado, sobre todo por lo que pueda ocurrirles a los americanos, ¿verdad?
Roscani miró a Scala.
– Sí -respondió y se alejó del coche. El ispettore echó a andar solo hasta la vía, donde se detuvo para observar a la locomotora avanzar hacia las murallas del Vaticano.