CIENTO TREINTA Y DOS

23.30 h

Scala salió de su casa, echó un vistazo rápido alrededor y se acerco a un Fiat blanco. Antes de subir al coche y arrancar miró de nuevo en torno a sí.

Poco después, un Ford verde oscuro dobló la esquina. Al volante se encontraba Eaton y, a su lado, Adrianna Hall. Giraron a la izquierda por Via Marmorata y siguieron a Scala a través del tráfico escaso hasta Piazza dell'Emporio, cruzando el Tíber por Ponte Sublicio. Después continuaron hacia el norte, por el margen del río. Unos minutos más tarde, Scala viró hacia el oeste, cruzó el barrio de Gianicolo para dirigirse de nuevo al norte por Viale delle Mura Aurelie.

– Está claro que no quiere correr el riesgo de que lo sigan…

Eaton se colocó detrás de un Opel plateado, siempre manteniendo cierta distancia respecto al Fiat de Scala.

El hecho de que el detective italiano se negara a facilitar información a Adrianna significaba que se estaba cociendo algo serio. No resultaba propio de Scala dejar a la periodista al margen. De hecho, hacía sólo unos días que le había participado las sospechas de la policía sobre la presencia del padre Daniel en Bellagio antes de que se anunciara de modo oficial. Sus evasivas no habían hecho más que confirmar lo que indicaba una precipitada cadena de acontecimientos: que lo que ocurría en el Vaticano, fuera lo que fuese, había alcanzado un punto crítico.

Eaton y Adrianna repasaron la información de que disponían: la repentina y misteriosa enfermedad del cardenal Marsciano, visto por última vez el jueves en la embajada de China, donde parecía gozar de buena salud. No obstante, a pesar de su esfuerzo conjunto, no habían logrado obtener más información que la ofrecida en la rueda de prensa oficial en la que se anunció su enfermedad y se afirmó que se encontraba al cuidado de los médicos del Vaticano.

El retorno inesperado a Roma de Roscani, Scala y Castelletti desde Milán.

El asesinato esa mañana del ayudante personal de Marsciano, el padre Bardoni, que ni siquiera había sido anunciado todavía por la policía.

Las llamadas que Harry Addison realizó esa mañana, según averiguaron, desde cabinas telefónicas cercanas a los muros del Vaticano. El norteamericano les había advertido sobre la situación en China y habían actuado de inmediato: en cuestión de horas se produjo la detención e interrogatorio ilegal de Li Wen, inspector de aguas del Gobierno.

También esa mañana, habían recibido con sorpresa el anuncio de la reaparición en Italia del famoso terrorista Thomas Kind y de la orden de captura cursada por el Gruppo Cardinale.

De golpe Scala torció a la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda y aceleró. Adrianna vio a Eaton sonreír mientras seguía al policía, cambiando de marchas, acelerando y reduciendo la velocidad, poniendo en práctica sus dotes de espía profesional. Hasta entonces los dos habían esperado que Harry Addison los condujese hasta el padre Daniel, pero era la policía quien estaba haciéndolo. No sabían cómo ni por qué pero, en vista de que la tragedia de China guardaba relación con el Vaticano, estaban convencidos de que estaba a punto de suceder algo sonado.

– La policía no nos facilitará las cosas.

Eaton aminoró la marcha. Delante de ellos, Scala había girado a la derecha por una calle residencial.

Adrianna guardó silencio. En otros tiempos y en otra situación, sabía que Eaton habría ordenado a un par de sus hombres que secuestrasen al padre Daniel, pero no entonces, con la policía presente y en un momento en que la política de la CIA posterior a la guerra fría era objeto de la escrutadora mirada de Washington y el mundo entero.

Lo único que podían hacer era lo que habían hecho hasta entonces: aguardar y confiar en que ocurriera algo que les permitiera estar a solas con el padre Daniel.

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