CIENTO CUARENTA Y NUEVE

10.25 h

Harry, oculto a la sombra de unos pinos situados al noreste del museo Carriage, aguardaba a que pasara el coche eléctrico del jardinero. Una vez despejado el camino, salió de su escondite y empezó a maldecir y a pelearse con la cremallera atascada de la riñonera que llevaba debajo de la camisa. Cuando por fin logró sacar la bolsa de plástico, extrajo de ella uno de los cilindros aceitosos y la guardó de nuevo en la riñonera. A lo lejos, cerca de la basílica de San Pedro, divisó a dos guardias con camisa blanca que caminaban por un sendero en dirección al Ufficio Centrale di Vigilanza, la comisaría de policía del Vaticano. Harry cayó en la cuenta de que el edificio no se encontraba a más de cien metros de la estación de ferrocarril.

– Dios mío -dijo en voz alta.

Se arrodilló de golpe, reunió un montón de agujas de pino, colocó el cilindro de tela cerca de la parte inferior y acercó un encendedor. Ardió al instante, prendiendo fuego a las agujas secas cercanas. Harry contó hasta cinco y sofocó el fuego con más agujas de pino. Las llamas se convirtieron de inmediato en humo. Luego, cuando se reavivaron, hizo varios montones de hojas mojadas que recogió de debajo de un seto recién regado.

En ese instante oyó el primer aullido de las sirenas procedente de los museos del Vaticano. Harry echó más hojas al fuego hasta obtener una nube de humo espesa, echó un vistazo alrededor y ascendió deprisa por la colina hacia la avenida Central del Bosque.

Elena miraba absorta el ascensor, intentando no pensar en el pánico de los visitantes o en el daño que el humo podía causar a las obras de arte de valor incalculable. «Muy poco o ninguno», la había tranquilizado el padre Daniel. En ese momento las puertas se abrieron al olor del humo y al sonido estridente de las alarmas contra incendios.

– ¡Vamos! -la apremió Danny. Elena comenzó a empujar la silla y pronto se vieron rodeados de un enjambre de turistas desesperados que corrían a las órdenes de unos guardias de camisa blanca.

– Hacia las puertas del fondo -indicó Danny.

– Bien.

Elena sentía la adrenalina correr por sus venas mientras atravesaba la cortina de humo. De pronto, y sin razón aparente, pensó en Harry y en la manera en que la había mirado sin decir nada cuando él y Hércules abandonaban el apartamento en la oscuridad de la madrugada. No fue una mirada de preocupación ni de miedo, sino de amor, una mirada profunda. Elena no sabía describirla, pero había sido sólo para ella y permanecería grabada en su mente para siempre, pasara lo que pasase.

– ¡Por aquí! -dijo Danny de repente.

El tono apremiante de su voz la devolvió a la realidad. Elena siguió sus instrucciones, empujando la silla a través del gentío hasta un patio exterior donde el ulular de las sirenas ahogaba los gritos de las personas que salían en tropel por las puertas. Danny abrió la bolsa de la cámara y sacó tres cilindros de tela y tres cajas de cerillas con unos cigarrillos sin filtro insertados que harían las veces de mecha.

– ¡Allí! -Danny señaló el primero de los tres contenedores de basura, separados entre sí por unos veinte metros.

El humo emanaba de todas las ventanas y puertas abiertas, por todas partes había gente que corría y salía al patio gritando asustada.

Danny tomó las cajas de cerillas con los dedos aceitosos y las introdujo en los cilindros.

– Más despacio -dijo al aproximarse al primer contenedor. Prendió la mecha con una cerilla y, tras mirar en torno a sí, la echó en el contenedor.

– Bien.

A continuación repitieron el proceso con los otros dos contenedores.

A sus espaldas, la llama consumió el primer cigarrillo hasta llegar a la caja de cerillas y, entonces, en un suspiro, prendió fuego al cilindro de tela y al contenido del receptáculo.

– Entremos -gritó Danny por encima del estruendo de las sirenas y alarmas.

Elena empujó la silla a la puerta más próxima, por donde centenares de personas seguían huyendo del espeso humo.

En ese momento avistaron en el tejado a media docena de vigili del fuoco -bomberos del Vaticano- que corrían buscando las llamas, lo cual significaba que no habían encontrado todavía el origen del humo. De repente, uno de los bomberos se detuvo en medio del tejado y señaló un punto del patio mientras gritaba algo, el resto miró en la misma dirección, y Danny y Elena supieron que habían descubierto los contenedores en llamas.

Se hallaban en el umbral.

– Scusi, scusi -gritó Elena empujando la silla y, como por milagro, la gente se apartó para dejarla pasar. Una vez en el interior, avanzaron por un pasillo siguiendo a una miríada de personas que corrían hacia el mismo lugar. El padre Daniel extrajo el móvil del bolsillo de la camisa y marcó un número.

– Harry, ¿dónde estás?

– En la cima de la colina. El número dos está ardiendo.

Harry cruzaba con paso veloz una plantación de coníferas hacia el rincón nororiental de los jardines, intentando no pensar que el plan estaba funcionando y que sólo eran tres. Danny había recalcado una y otra vez que el éxito de toda operación de guerrilla dependía de la organización, el factor sorpresa y la determinación individual y, hasta el momento, había acertado.

A sus espaldas, a unos cincuenta metros de distancia, distinguía las torres de Radio Vaticano. A unos cincuenta metros colina abajo divisó una columna de humo detrás del seto que acababa de dejar y, más lejos, las fumaradas del primer incendio que ascendían con lentitud.

– No hay viento, Danny -dijo Harry por el teléfono-. El humo no se dispersará.

– Ve hacia las válvulas de cierre.

– De acuerdo.

Harry atravesó uno de los setos de protección y encontró las tuberías que se ramificaban desde el suelo, donde se encontraban las válvulas de control de lo que parecía ser el cierre del suministro de agua. Sin embargo, según Danny, no lo era; sólo se trataba de una llave de cierre secundaria antigua que casi nunca se utilizaba y, a menos que los técnicos de mantenimiento llevaran mucho tiempo trabajando allí, lo más probable es que desconocieran su existencia. Aun así, si cerraba esa válvula, cortaría el suministro de agua al Vaticano a partir de ese punto, lo que afectaría a todas las construcciones inferiores, incluida la basílica de San Pedro, el palacio del Vaticano y los edificios administrativos.

– Ya estoy aquí. Son dos válvulas idénticas, una frente a la otra.


Elena inclinó la silla hacia atrás para bajar por las escaleras y adentrarse todavía más en el humo.

– ¿Muy oxidadas? -Danny tosió.

– No lo sé. -La voz de Harry crepitaba al otro lado de la línea.

Elena se detuvo al pie de las escaleras, abrió su bolsa y extrajo dos pañuelos húmedos, cubrió con uno la nariz y la boca de Danny y se lo ató por detrás de la cabeza. A continuación, se colocó el otro y siguió empujando la silla hasta la galería de esculturas Chiaramonti, donde los bustos de Cicerón y de Heracles con su hijo, la estatua de Tiberio y la cabeza colosal de Augusto, desaparecieron envueltas por la cortina de humo y la multitud desesperada que corría en ambas direcciones de la estrecha galería en busca de la salida.

– Harry. -Danny se encorvó sobre el teléfono.

– La primera ya está, la segunda…

– ¡Corta el agua ya!

– En cuanto pueda, Danny.

Harry hizo una mueca al aplicar todas sus fuerzas para cerrar la segunda llave oxidada, pero ésta cedió con tanta rapidez que le despellejó los nudillos, y el teléfono cayó al suelo a unos cuatro metros de distancia.

– ¡Mierda!


Con los pañuelos en la cara parecían forajidos del Oeste. Elena apartó la silla de Danny para ceder el paso a media docena de turistas japoneses que corrían de la mano, asfixiándose y llorando a causa del humo.

En ese momento Elena vio por una ventana a un grupo de hombres armados con fusiles, vestidos con camisa azul y boina, que corrían por el patio.

– Padre -advirtió Elena alarmada.

– La Guardia Suiza -dijo Danny tras echar un vistazo y se volvió hacia el teléfono mientras Elena empujaba la silla.

– Harry.


– Harry…

– ¿Qué?

Harry estaba agachado intentando recoger el teléfono que había caído al suelo y chupándose la sangre de los nudillos.

– ¿Qué ocurre?

– Ya he cortado la puta agua, ¿de acuerdo?

Al llegar al final de la galería, Danny levantó la mano, y Elena detuvo la silla. Delante había una verja cerrada que conducía a la Gallería Lapidaria, y, a primera vista, no había gente en su interior.

Era la primera vez que estaban solos, la multitud se movía en la dirección opuesta.

– Voy al número tres, ¿habéis salido ya? -preguntó Harry.

– Faltan dos paradas.

– Corred, por Dios.

– Fuera está la Guardia Suiza.

– Olvídate de las dos últimas paradas.

– Entonces tendrás a Farel y a los guardias encima.

– Pues deja de hablar y hazlo.

– Harry. -Danny miró atrás; por la ventana veía a los guardias con máscaras antigás y a los bomberos con bombonas de aire y hachas-. Eaton está aquí, con Adrianna Hall.

– ¿Cómo demonios…?

– No lo sé.

– ¡Mierda! ¡Danny, olvídate de Eaton y sal pitando de allí!

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