CIENTO DIECINUEVE

Harry dobló la esquina de Vía del Parione y echó a andar calle abajo. Según su reloj eran las siete y veinticinco de la mañana, y hacía casi una hora que el padre Bardoni debía haberse presentado en el apartamento. Mientras andaba marcó otra vez el número del móvil desde el teléfono de Adrianna.

Nada.

El sentido común le decía que el padre Bardoni se habría retrasado por un motivo sencillo.

Enfrente estaba el edificio del padre Bardoni, el número 17. Danny le había asegurado que detrás había un callejón que conducía a una valla de madera por la que se entraba a la parte posterior del edificio donde, a la izquierda, debajo de una maceta de geranios, encontraría la llave.

Harry avanzó unos veinte metros hasta encontrar la puerta de madera, la abrió, y entró en un pequeño patio de grava. La maceta estaba donde tenía que estar y la llave debajo.


El piso del padre Bardoni también se hallaba en la última planta. Harry subió las escaleras aprisa. Aunque prefería pensar que no ocurría nada extraño y que el padre Bardoni tendría una explicación muy simple por su demora, en el fondo sentía lo mismo que Danny Addison al irrumpir en el salón. Terror.

Una vez en el rellano, Harry caminó por el pasillo hasta llegar a la puerta del padre Bardoni. A continuación, respiró hondo, introdujo la llave en la cerradura y comenzó a hacerla girar. Sin embargo, no era necesario. La puerta estaba abierta.

– ¿Padre?

No hubo respuesta.

– ¿Padre Bardoni? -Harry entró en la oscuridad del recibidor; ante él había un salón pequeño, muy funcional, parecido al del apartamento de Danny.

– ¿Padre?

Nada.

A la derecha, vio un pasillo estrecho con una puerta en medio y otra al fondo, ambas cerradas. Contuvo el aliento antes de dar vuelta al pomo de la primera puerta.

– ¿Padre?

La puerta daba a una habitación pequeña con una ventana al fondo. La cama estaba hecha y encima de la mesita de noche había un teléfono. Eso era todo.

Harry se disponía a salir cuando descubrió un teléfono móvil en el suelo; se preguntó si sería el que el padre Bardoni «siempre llevaba consigo».

De pronto Harry tuvo la sensación de que algo iba mal y de que no debía estar allí. Salió de la habitación y caminó despacio hacia la otra puerta. ¿Qué habría allí? Tanto su mente como su corazón le indicaban que se marchara de inmediato, que no abriese esa puerta.

Pero no era capaz de obedecer.

– Padre Bardoni -repitió.

Silencio.

Harry sacó un pañuelo del bolsillo y cubrió con él el pomo.

– Padre Bardoni -llamó en voz alta para que lo oyera al otro lado.

Sin respuesta.

El sudor le cubría el labio superior y el corazón le latía con fuerza. Hizo girar el pomo poco a poco, oyó el clic de la cerradura, y la puerta se abrió. Harry contempló el suelo blanco del cuarto de baño, el lavabo y la esquina de la bañera; empujó la puerta con el codo y la abrió por completo.

El padre Bardoni estaba sentado en la bañera, desnudo, con los ojos abiertos, mirando al vacío.

– ¿Padre?

Avanzó un paso y rozó algo con el pie. Las gafas de montura negra del sacerdote estaban en el suelo. Harry posó la vista de nuevo en la bañera.

No había agua.

– ¿Padre? -susurró, esperando obtener alguna respuesta. Pensó que quizás el padre Bardoni había sufrido un paro cardíaco cuando estaba a punto de abrir el grifo.

Dio otro paso al frente.

– ¡Dios mío!

Harry sintió que el corazón le daba un vuelco. Retrocedió con rapidez, boquiabierto de espanto. El sacerdote tenía la mano izquierda cercenada. Apenas había sangre, sólo un muñón donde antes se encontraba la extremidad.

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