Roscani contestó la llamada desnudo, como dormía en verano. Miró a su mujer, pidió que no colgaran y se puso un batín ligero. Unos instantes después levantó el auricular en su estudio, al tiempo que encendía la lámpara del escritorio.
Habían encontrado muertos a un hombre de mediana edad y a su mujer en un contenedor situado junto a la empresa de ambulancias de la que eran propietarios, en Pescara. Llevaban muertos casi treinta y seis horas cuando los descubrieron unos familiares. Al principio, la policía local lo había atribuido a un asesinato seguido de un suicidio, pero después de interrogar a amigos y parientes, había descartado la hipótesis. Y, por si guardaba alguna conexión con la investigación en curso, había decidido informar al Gruppo Cardinale en Roma.
Roscani dio una vuelta por el escenario del crimen, el almacén que se hallaba detrás del Servizio Ambulanza Pescara. Ettore Caputo y su mujer tenían seis hijos y llevaban treinta y dos años casados. Discutían sin cesar, aseguró la policía de Pescara, y sobre cualquier cosa. Sus peleas eran a gritos, violentas y apasionadas. Pero nadie había visto nunca que uno le pusiera la mano encima al otro. Y Ettore Caputo nunca había tenido una pistola.
La señora Caputo había recibido un disparo primero. A quemarropa. Y, al parecer, su esposo se había pegado un tiro a continuación, porque el arma presentaba sus huellas dactilares. Era una Magnum Derringer 44 de dos disparos. Poderosa, pero pequeña. Una clase de pistola que nadie conoce, salvo que sea aficionado a las armas de fuego.
Roscani sacudió la cabeza. ¿Por qué una Derringer? Dos disparos no permiten fallar más de una vez. Lo único bueno que tenía era su tamaño, ya que era fácil de ocultar. Roscani retrocedió un paso e hizo una señal a un miembro del equipo técnico, y la mujer se acercó con una bolsa de pruebas para recoger el arma. Luego él se volvió, salió del almacén y se dirigió a la oficina de la empresa de ambulancias. Vio a un montón de curiosos en la calle, observando desde detrás de una barrera policial. Roscani pensó en la última tarde y en lo que él y sus agentes habían averiguado tras visitar los hospitales de las afueras de Roma. No habían hallado un solo indicio que reforzara la hipótesis del vigesimoquinto pasajero del autocar, alguien que se hubiese alejado en medio de la confusión, o a quien hubiese recogido un coche o -al entrar en la oficina de la empresa, Roscani se fijó en un calendario de publicidad colgado de una pared- una ambulancia privada.
Castelletti y Scala lo esperaban en el interior. Estaban fumando y apagaron sus cigarrillos en cuanto vieron entrar a Roscani.
– Huellas dactilares, otra vez -dijo Roscani, despejando con una mano el humo de tabaco que permanecía suspendido en el aire-. Las huellas del español en el rifle homicida, las huellas de Harry Addison en la pistola que mató a Pio, ahora las huellas claras de un hombre que, supuestamente, nunca poseyó un arma y que, sin embargo, cometió un asesinato y se suicidó. Siempre huellas que apuntan de manera evidente a alguien. Bien, pues sabemos que éste no fue el caso del cardenal vicario. Así pues, ¿qué hay de los demás? ¿Y si hubiera una tercera persona que aprieta el gatillo y luego se asegura de estampar las huellas convenientes en el arma? La misma tercera persona cada vez. El mismo o la misma, tal vez incluso los mismos, mataron al cardenal vicario, a Pio, o hasta a los propietarios de la empresa de ambulancias.
– ¿El cura? -preguntó Castelletti.
– O quizá nuestra tercera persona, alguien completamente distinto. -Con aire distraído, Roscani sacó un chicle, lo desenvolvió y se lo metió en la boca-. También cabe la posibilidad de que el cura se encontrase malherido y lo trasladasen en ambulancia desde uno de los hospitales de las afueras de Roma hasta Pescara…
– Y esa tercera persona se enteró y vino hasta aquí en su busca -murmuró Scala.
Roscani lo miró, luego dobló con cuidado el papel y se lo introdujo en el bolsillo.
– ¿Por qué no?
– Si sigue este razonamiento acabará por deducir que Harry Addison no mató a Pio…
Roscani se alejó unos pasos, mascando despacio su chicle. Miró el suelo, luego el techo. A través de la ventana vio una gran bola roja que se elevaba sobre el Adriático. Luego se volvió.
– Tal vez no lo hizo.
– Ispettore capo…
Los detectives alzaron la mirada cuando entró un policía de Pescara, el rostro empapado en sudor.
– Es posible que tengamos algo más. El forense acaba de examinar el cuerpo de una mujer que murió anoche, en el incendio de un piso…
Roscani lo supo antes de que se lo dijeran.
No murió en el incendio.
– No, señor. La asesinaron.