TREINTA Y CINCO

Roma, a la misma hora

El cardenal Marsciano siguió la conferencia de prensa en un pequeño televisor que había en su biblioteca. Era en directo, improvisada, y la cólera era palpable. Marcello Tagua, hombre responsable del Gruppo Cardinale, se había visto arrinconado mientras su coche entraba en el cuartel de la policía y se había apeado para enfrentarse a la masa de periodistas y responder a sus preguntas.

Aseguró que no sabía de dónde procedía la cinta de vídeo del abogado estadounidense Harry Addison. Tampoco tenía idea de quién la había filtrado a la prensa, ni de quién había divulgado la fotografía o las especulaciones sobre el padre Daniel Addison, uno de los principales sospechosos del asesinato del cardenal vicario de Roma, a quien se había dado por muerto en el atentado contra el autocar de Asís, pero que posiblemente estaba vivo y oculto en algún lugar de Italia. Y sí, era verdad, se había ofrecido una recompensa de diez millones de liras por cualquier información que facilitase la detención y la condena de cualquiera de los dos hermanos Addison.

De golpe, aparecieron en pantalla los estudios de televisión, donde una atractiva presentadora sentada detrás de una mesa de cristal presentó el vídeo de Harry. Cuando terminó, en la pantalla aparecieron fotografías de ambos hermanos y un número de teléfono al que podía llamar cualquier persona que viese a alguno de los dos.

¡Clic!

Marsciano apagó el televisor y permaneció mirando la pantalla negra. Su mundo era aún más negro, y era posible que en las siguientes horas empeorase e incluso se volviera insoportable.

Poco después se sentaría ante los otros cuatro cardenales que componían la comisión de control de las inversiones de la Santa Sede y presentaría la nueva y engañosa cartera de inversiones para su ratificación.

La reunión acabaría a la una y media, y Marsciano daría el paseo de diez minutos desde la Ciudad del Vaticano hasta Armari, pequeña trattoria familiar en Viale Angélico. Allí, en una sala privada, se reuniría con Palestrina para informarle sobre el resultado, del que dependía no sólo el Protocolo Chino de Palestrina, sino también la propia vida de Marsciano y, con ella, la del padre Daniel.

Se había esforzado por desterrar el pensamiento de su mente por miedo a que lo debilitara y revelase su desesperación en el momento de presentarse ante los cardenales. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos, y por mucho que intentara mantenerlo a raya, el recuerdo se abría paso, escalofriante, como impulsado por Palestrina.

Y, luego, de golpe, lo asaltaba, y se veía a sí mismo en el despacho de Pierre Weggen en Ginebra la noche del atentado del autocar de Asís. Había sonado el teléfono, y la llamada era para él. Se trataba de Palestrina, quien le comunicó que el padre Daniel viajaba en ese autocar y que con seguridad estaba muerto, y que – ¡Dios Santo!, Marsciano aún sentía la horrible cuchillada de las palabras de Palestrina pronunciadas en una voz tan suave como una caricia de seda- «la policía ha encontrado pruebas suficientes para demostrar que el padre Daniel es culpable del asesinato del cardenal vicario Parma».

Marsciano recordó su propio grito de cólera y la sonrisa de Weggen, como si el banquero conociese a la perfección el contenido de la llamada de Palestrina, y luego las palabras de Palestrina, que prosiguió imperturbable.

«Por otro lado, Nicola, si tu presentación ante el Consejo de Cardenales se torciese y no aprobasen la propuesta de inversión, la policía no tardará en descubrir que el rastro del asesinato de Parma no termina en el padre Daniel, sino que conduce directamente a ti. Y te garantizo que la primera pregunta que te harán los investigadores es si tú y el cardenal vicario erais amantes. Por supuesto, negarlo resultaría inútil, porque habría pruebas suficientes, notas, cartas de contenido muy personal y escabroso que se hallarían en los archivos informáticos privados de ambos para abonar la tesis contraria. Piensa, pues, Nicola, en lo que sentirías al ver tu rostro y el de él en las portadas de todos los periódicos y revistas, y en las pantallas de todos los televisores del mundo… Piensa en cómo repercutiría en la Santa Sede y en la desgracia que acarrearía a la Iglesia.»

Temblando horrorizado, y sin albergar la menor duda respecto a quién había sido el responsable del atentado contra el autocar, Marsciano había colgado. Palestrina estaba en todas partes. Apretando las tuercas, estrechando el cerco. Eficaz, frío, despiadado. Mucho, mucho más aterrador de lo que Marsciano habría imaginado.


Marsciano se volvió en su silla y echó un vistazo por la ventana. En la calle estaba el Mercedes gris que aguardaba para llevarlo al Vaticano. Su chófer era nuevo y estaba recomendado por Farel. Se trataba de Antón Pilger, un policía de paisano del Vaticano con cara de niño. También era nueva su ama de llaves, la hermana María Luisa, al igual que sus secretarios y el jefe de su oficina. Del antiguo personal sólo quedaba el padre Bardoni, por la sencilla razón de que sabía acceder a los archivos informáticos y manejar la base de datos compartida con la oficina de Weggen en Ginebra. Marsciano estaba convencido de que el padre Bardoni también sería sustituido en cuanto se aprobase la nueva cartera de inversiones. Era el último de sus colaboradores leales, y su marcha dejaría a Marsciano completamente solo en el nido de víboras de Palestrina.

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