CIENTO TREINTA Y OCHO

6.45 h

Vestido con el traje negro y la camisa blanca de la guardia de Farel, y con el cabello negro, muy corto, Thomas Kind se apoyó en la barandilla de la galería exterior de la cúpula de San Pedro y posó los ojos sobre la ciudad de Roma. Hacía dos horas que le habían comunicado que la situación en Pekín estaba bajo control y que los contratos que había suscrito respecto a Li Wen y Chen Yin se habían cumplido.

El primero había muerto en manos de un confiado Chen Yin quien, a su vez, había sido aniquilado de manera rápida pero costosa por un soldado contratado a través de un contacto de la policía secreta de Corea del Norte con enlaces en el Ministerio de Seguridad del Estado chino. Habían trasladado a Li Wen a una base área militar para interrogarlo. Después de pagar a un confidente para que dejara una puerta abierta, Chen Yin se introdujo en el edificio y cumplió su cometido, pero cuando dio media vuelta, creyendo que lo dejarían marcharse tranquilo, entró en escena el segundo sicario que completó el trabajo.

El único cabo suelto que quedaba era el padre Daniel y sus acompañantes. Por órdenes de Palestrina y con la bendición de Farel, Thomas Kind había pasado la mayor parte del día anterior con cinco miembros de la Vigilanza escogidos en persona por el policía del Vaticano. Aunque por fuera lucían las mismas insignias que los miembros de la Guardia Suiza y todos eran católicos y de nacionalidad helvética, cualquier parecido entre unos y otros acababa allí. Mientras que el resto de los guardias eran miembros ejemplares del Ejército suizo, los expedientes de los cinco escogidos incluían las palabras «experiencia militar». Todos habían sido reclutados por Farel, quien los empleaba como escolta personal o de Palestrina. Tres de ellos habían pertenecido a la Legión Extranjera francesa y habían sido expulsados con deshonor antes de cumplirse los cinco años de contrato. Los otros dos habían tenido una infancia conflictiva y habían ingresado varias veces en prisión antes de alistarse en el Ejército suizo, de donde los expulsaron por delito de agresión y, en el caso concreto de Anton Pilger, por intento de homicidio. Los cinco se habían incorporado al cuerpo de la Vigilanza en los últimos siete meses, lo que hacía pensar a Kind que Palestrina ya había previsto esta clase de problemas. Con independencia del motivo de Palestrina, Kind había aprobado a los seleccionados y, después de entregarles fotografías de los hermanos Addison, les explicó el plan.

El único objetivo de los hermanos era liberar al cardenal Marsciano. Por tanto, debían vigilar la torre desde lejos y permitir que los hermanos se acercaran.

Una vez que se hallasen dentro, dispararían contra ellos en el acto, introducirían los cuerpos en el maletero de un coche y los llevarían a una granja de las afueras de Roma, donde los descubrirían uno o dos días después.

Desde su atalaya en la cúpula de la basílica de San Pedro, Thomas Kind oteó la plaza vacía. Una hora más tarde, multitudes de turistas de todo el mundo empezarían a afluir. A Kind le sorprendía lo tranquilo que se sentía desde que había llegado al Vaticano. Quizás esto significaba que su problema tenía un componente espiritual.

Por otro lado, quizás ayudaba la distancia, el hecho de ser el organizador y no el autor de los asesinatos.

Pensó que tal vez mejoraría su salud mental si dejaba de matar y se retiraba de la profesión por completo. La idea lo asustaba, pues significaba admitir que estaba enfermo, que lo seducía el acto de matar, que era un adicto. Sin embargo, como en cualquier enfermedad o adicción, el primer paso hacia la curación consistía en reconocer el problema; puesto que no se hallaba en condición de solicitar ayuda profesional, habría de convertirse en su propio médico y recetarse el tratamiento apropiado.

Thomas Kind recorrió con la vista la ribera del Tíber. El plan que había trazado para los cinco hombres de negro no era excepcional en absoluto, más bien funcional, pero tampoco se trataba de ganar una tercera guerra mundial y, dadas las circunstancias y los efectivos, daría resultado. Bastaba con permanecer alerta y esperar a los hermanos Addison.

Entonces, se habría completado la primera etapa de la curación: dejar que otros ejecutaran las muertes que él había proyectado.

Загрузка...