La hermana Elena Voso salió de la tienda de la Piazza Signorelli cargada con una bolsa de verdura para preparar una sopa sabrosa y nutritiva no sólo para sus tres acompañantes sino también para Michael Roark. Había llegado el momento de darle alimentos sólidos. Hasta entonces él no había hecho más que tragar de forma automática cuando ella le humedecía los labios, pero cuando intentaba hacerle tomar un sorbo de agua, la miraba como si supusiese un esfuerzo demasiado grande para él; aun así, si le ofrecía un puré de verduras, quizás el aroma le abriría el apetito, y se esforzaría por comerlo. Incluso una cucharada era mejor que nada, pues cuanto antes comenzara a tomar alimentos sólidos, antes podría quitarle ella el gota a gota y ayudarlo a recuperar las fuerzas.
Marco la observó salir de la tienda y enfilar la calle que conducía al aparcamiento. En circunstancias normales, la habría acompañado hasta el coche y le habría llevado la bolsa de la compra, pero no allí ni entonces a plena luz del día. Aunque se marcharían en el mismo vehículo no convenía que los vieran comprar o caminar juntos, ya que alguien quizá lo recordaría más tarde. Aunque ambos eran italianos, en Cortona eran forasteros: un hombre y una monja que compraban comida y después se iban juntos… Bastaría para que alguien asegurase: «sí, yo estaba ahí, y los vi».
De repente Marco notó que Elena se detenía y entraba en una tienda pequeña. Se preguntó qué estaría haciendo. A la izquierda había una calle muy empinada. Abajo se vislumbraba el distante llano y los caminos que conducían a la antigua ciudad amurallada de umbros y etruscos. Aunque en el pasado Cortona había sido una fortaleza, Marco esperaba no tener que emular a los resistentes.
Por fin vio a Elena salir de la tienda, volverse hacia él y dirigirse al pequeño Fiat plateado en el que Pietro los había seguido desde Pescara. Marco se acercó, tomó el bulto que llevaba Elena y abrió la puerta.
– ¿Por qué ha entrado en esa tienda? -le preguntó.
– ¿No me está permitido?
– Claro que sí, pero no me lo esperaba.
– Yo tampoco; por eso entré -respondió ella mientras extraía algo de la bolsa.
Era un paquete de compresas.
A las once la sopa y el puré hervían a fuego lento en la cocina mientras Elena se encontraba en una habitación de la segunda planta con su paciente, que permanecía sentado en un sillón con una almohada debajo de los brazos. Era la primera vez que se sentaba. Marco había ayudado a sacarlo de la cama y depositarlo en el sillón antes de salir a fumar un cigarrillo. Luca dormía en un cuarto del tercer piso: se ocupaba de la guardia de noche, al igual que en Pescara, y se quedaba fuera en la furgoneta hasta las siete de la mañana, haciendo una pausa cada dos horas para ayudar a Elena a dar la vuelta al paciente y regresar a su puesto.
Una vez más, Elena se preguntó qué vigilaban, o a quién esperaban.
Desde la ventana de la habitación vio que Marco caminaba sobre un muro de piedra que bordeaba la zona sur de la casa fumando un cigarrillo. Debajo del muro se hallaba el camino de entrada. Al otro lado de la carretera había una granja en laque un tractor levantaba polvo mientras araba una parcela de tierra detrás de la casa.
De repente apareció Pietro y se dirigió a Marco con la camisa arremangada y la pistola visible en la cintura. Los dos hombres trabaron conversación y Marco miró hacia la casa, como si supiera que los observaban.
Elena se volvió hacia Michael Roark:
– ¿Está cómodo sentado?
El enfermo sólo hizo un leve gesto con la cabeza, pero esto ya constituía una respuesta más dinámica que el parpadeo que solía emplear para comunicarse con ella.
– He preparado algo para comer, ¿le gustaría probarlo?
Esta vez no obtuvo respuesta alguna. Su paciente la miró y acto seguido posó la vista en la ventana. Al observarlo a contraluz Elena descubrió en él un nuevo perfil que no había visto antes. Titubeó escrutándole el rostro por un instante más, y se dirigió a su rincón de la habitación.
Aunque era cierto que había comprado compresas en la tienda, no se trataba más que de un pretexto. Le había llamado la atención un ejemplar del diario La Reppública en cuya primera página aparecía el titular «SIGUEN LIBRES LOS FUGITIVOS DEL ASESINATO DEL CARDENAL PARMA» y debajo, en tono más comedido, «La policía interroga a las víctimas de la explosión del autocar de Asís».
Elena no conocía los detalles de la historia. Aunque el asesinato del cardenal había sido tema de conversación en el convento al igual que la explosión del autocar, poco después la habían destinado a Pescara y, desde entonces, no había leído los periódicos ni visto la televisión. Aun así, en cuanto leyó los titulares, relacionó la historia con Marco y los otros hombres que vigilaban a su paciente las veinticuatro horas del día y que parecían saber mucho mejor que ella qué ocurría.
En el interior de la tienda vio en las páginas centrales del periódico las fotografías de los hombres buscados por la policía. Su mente, se puso en marcha: la explosión del autocar se había producido el viernes, y el accidente de Michael Roark, el lunes, mientras que ella había recibido la orden de dirigirse a Pescara el martes. ¿Acaso no era posible que uno de los supervivientes de la explosión presentase quemaduras graves, se hallase en coma y, además, tuviera las piernas rotas? ¿Era posible que lo hubieran trasladado en secreto a otro hospital, o incluso a un domicilio privado, mientras se realizaban los preparativos para llevarlo a Pescara?
Elena decidió comprar el periódico, después pensó en las compresas para ocultarlo y justificarse ante Marco y colocó ambas cosas en la misma bolsa.
De vuelta en la casa, dejó las compresas en un lugar visible y ocultó el periódico en la maleta debajo de la ropa.
«Dios mío -pensó-, ¿es posible que Michael Roark y el padre Daniel Addison sean la misma persona?»
Después de lavarse las manos y cambiarse de hábito, se disponía a extraer el periódico de la maleta para comprobar de cerca si existía algún parecido entre su paciente y el hombre de la foto, pero Marco la llamó desde el pie de la escalera, y ella tuvo que guardar de nuevo el diario antes de acudir.
Ahora, con Marco y Pietro hablando fuera y Luca durmiendo, era el momento adecuado.
Michael Roark seguía mirando por la ventana, de espaldas a ella. La hermana se acercó por detrás con el periódico doblado en la página de la foto del padre Daniel y lo situó a la misma altura que el rostro de su paciente. Debido a los vendajes resultaba difícil comparar; además Michael Roark llevaba barba, mientras que el padre Daniel tenía la cara afeitada, pero la frente, los pómulos, la nariz, la forma en que…
De súbito Michael Roark volvió la cabeza y clavó los ojos en Elena. La enfermera se sobresaltó y ocultó el periódico detrás de la espalda, pero por su mirada supo que la había descubierto. De pronto, abrió la boca poco a poco.
– A… g… ua, ag… ua -pronunció con voz cascada.