DIECINUEVE

Hospital Santa Cecilia, Pescara, Italia, todavía miércoles 8 de julio, 18.20 h

La hermana enfermera Elena Voso pasó por delante del vigilante de la puerta y entró en la habitación donde su paciente dormía de lado tal como lo había dejado. Aunque ella denominaba sueño a ese estado, el hombre a veces abría los ojos y parpadeaba a modo de respuesta cuando ella le apretaba un dedo de la mano o del pie y le preguntaba si lo sentía. Los cerraba de inmediato y permanecía en la misma posición en la que se encontraba en ese momento.

Eran casi las seis y media de la tarde, hora de dar la vuelta a su paciente para evitar que se le atrofiara el tejido muscular e impedir, por un lado, que le salieran llagas por estar tanto tiempo en cama y, por otro, que padeciera una insuficiencia renal. Para darle vuelta necesitaba la ayuda del vigilante de guardia. Éste sujetaría al paciente por los hombros mientras ella lo hacía por los pies, y juntos, lo depositarían encima de la cama, primero de espaldas y luego de lado, teniendo especial cuidado con el gota a gota, las piernas rotas -enyesadas en fibra de vidrio azul- y los vendajes que cubrían las quemaduras.

«Michael Roark, 34 años. Ciudadano irlandés. Domicilio, Dublín. Soltero. Sin hijos. Sin familia. Religión: católica. Herido en un accidente de automóvil cerca de esta ciudad de la costa del Adriático el lunes 6 de julio, tres días después de la terrible explosión del autocar de Asís.»

Elena Voso pertenecía a la Congregación de las Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón. A sus veintisiete años, había estado cinco trabajando de enfermera en la unidad de cuidados intensivos del Hospital de Santa Bernardina, en la ciudad toscana de Siena, y era su segundo día en ese pequeño hospital católico situado en la cima de una colina con vistas al Adriático. Le habían asignado a ese paciente como parte de un nuevo programa de la orden que consistía en exponer a las hermanas más jóvenes a situaciones ajenas a sus conventos a fin de que se preparasen para futuras emergencias o para destinarlas, en un breve espacio de tiempo, a cualquier lugar del mundo. Elena también creía, aunque nadie se lo había dicho, que la habían destinado a ese hospital porque hablaba inglés y sería capaz de comunicarse con el paciente cuando mejorara.

– Me llamo Elena Voso, soy hermana enfermera. Usted se llama Michael Roark. Está ingresado en un hospital de Italia, ha tenido un accidente de coche.

Elena repetía sin cesar estas palabras a su paciente con el objeto de reconfortarlo, pues albergaba la esperanza de que la oyera y comprendiera lo que le decía. No era mucho, pero ella sabía que le gustaría que le dijeran algo parecido si alguna vez se encontraba en una situación similar, sobre todo considerando que el paciente no tenía familia y, por tanto, no reconocería ningún rostro.

El hombre de la puerta se llamaba Marco, y su turno duraba de las tres de la tarde a las once de la noche; era un año o dos mayor que Elena, guapo, fuerte y de tez oscura. Aseguraba ser pescador y trabajar en el hospital cuando la pesca iba mal, pero también explicó a la enfermera que había sido carabiniere y policía nacional, el día que lo vio hablando con varios carabinieri mientras vagaba durante un descanso por el lungomare, el paseo marítimo. Además, Elena se había fijado en que llevaba un arma debajo del batín del hospital.

Una vez completada la operación, Elena revisó el gota a gota del accidentado y, tras agradecerle su ayuda a Marco, entró en la habitación contigua, donde pasaba el tiempo durmiendo, leyendo o escribiendo cartas, y siempre estaba disponible para el paciente.

La habitación, como la de Roark, contaba con su propio aseo y ducha, un pequeño armario y una cama. Elena agradecía en especial el hecho de disponer de un aseo y una ducha propios que, a diferencia de los cuartos de baño comunes del convento, le permitía estar totalmente sola. Allí, su ser, su cuerpo y sus pensamientos eran privados excepto para Dios.

Elena cerró la puerta tras de sí y se sentó en la cama con la intención de escribir una carta a casa, pero entonces se fijó en la luz roja del monitor situado sobre la mesita de noche a través del cual oía la respiración regular de su paciente como si se hallase a su lado.

Elena se recostó en la almohada, cerró los ojos y escuchó la respiración fuerte, incluso vital, de aquel hombre. Lo imaginó tumbado junto a ella, musculoso y atractivo, como debía de ser antes del accidente. Cuanto más escuchaba, más sensual le parecía aquel sonido. Poco a poco, comenzó a sentir la presión de su cuerpo y a respirar con él, siguiendo el mismo ritmo. La respiración de Elena se tornó más fuerte, se llevó primero la mano al pecho y después la alargó para tocarle a él, para explorar su cuerpo de un modo más provocativo y apasionado del que jamás había empleado al curarle las heridas.

«¡Detente!», murmuró para sí.

Se levantó de la cama de un salto y entró en el cuarto de baño para lavarse la cara y las manos. Dios la había puesto a prueba de nuevo, como venía haciendo en los dos últimos años, cada vez con mayor frecuencia.

Elena no estaba segura de cuándo ni por qué comenzaron a acecharla esos sentimientos profundos, sensuales y eróticos, ese deseo físico que jamás había experimentado antes. No podía explicarle a nadie lo que le sucedía, mucho menos a su familia, que era de tradición católica, muy estricta y convencional; tampoco podía hablar con sus compañeras ni con la madre superiora. Lejos de desaparecer, estos sentimientos la acosaban sin cesar, ardía en deseos de ver su cuerpo desnudo envuelto por los brazos de un hombre y de sentirse mujer en el sentido más completo, una mujer salvaje y libidinosa, como las actrices italianas que había visto en el cine.

En el pasado había considerado estas situaciones parte de su espíritu aventurero y, a veces, peligrosamente impulsivo. En una ocasión, durante una visita a Florencia con sus padres cuando todavía era una adolescente, Elena corrió hacia un coche que acababa de colisionar contra un taxi y sacó al conductor inconsciente del vehículo pocos segundos antes de que se prendiera y explotase; otra vez, en una excursión con las hermanas de Santa Bernardina, escaló una torre de telecomunicaciones de treinta metros de altura para rescatar a un niño que había subido por una apuesta pero que, una vez arriba, había quedado paralizado por el miedo, incapaz de bajar.

Pero, al final, Elena se percató de que el coraje físico y el deseo sexual no constituían la misma cosa. Entonces comprendió por fin de qué se trataba.

¡Todo era obra de Dios!

Dios ponía a prueba su fuerza interior, sus votos de castidad y los de obediencia. Cada día le exigía un poco más y, cuanto más exigía, más difícil le resultaba a Elena salir airosa del lance. Sin embargo, de un modo u otro, siempre lo lograba, pues su subconsciente la alertaba del peligro antes de que cayese en el precipicio, tal como la había alertado en ese momento. Siempre que superaba la prueba, Elena se sentía dueña de la fuerza y determinación necesarias para resistir cualquier tentación.

Para comprobarlo, comenzó a pensar en Marco, en su cuerpo musculoso, en sus ojos grandes, en su amplia sonrisa. Elena ignoraba si estaba casado, aunque no llevaba alianza; se preguntaba si pasaría las horas libres seduciendo a mujeres; era lo bastante atractivo para ello. Sin embargo, Elena no sería una de esas mujeres, Marco no representaba más que un compañero de trabajo para ella.

Si pensaba en él desde este punto de vista, estaría a salvo. Marco le había explicado que tanto él como los otros vigilantes eran auxiliares de enfermería, pero entonces, ¿para qué llevaba una pistola? Elena pensó en los otros dos, en el fornido Luca que llegaba a las once de la noche a relevar a Marco, y en Pietro, que sustituía a Luca a las siete de la mañana, y se preguntó si también irían armados y, en tal caso, por qué. ¿Qué peligro los acechaba en esa tranquila ciudad de la costa?

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