Prólogo

Roma, domingo 28 de junio

Aquel día se hacía llamar F y tenía un asombroso parecido con Miguel Valera, el español de treinta y siete años de edad que se revolvía en un sueño ligero y narcotizado en el otro extremo de la habitación. El apartamento donde se encontraban no era gran cosa: apenas dos habitaciones con una cocina diminuta y un baño en la quinta planta. Los muebles eran baratos y estaban gastados, típicos de un piso alquilado por semanas. Los que más saltaban a la vista eran el descolorido sofá de terciopelo en el que dormía el español y la pequeña mesa de alas abatibles situada bajo la ventana de la fachada, por la que miraba F.

En efecto, el apartamento no valía nada. Su encanto residía en la vista: el jardín de la plaza de Letrán y, más allá, la imponente basílica medieval de San Juan de Letrán, catedral de Roma y «madre de todas las iglesias», fundada por el emperador Constantino en el año 313. Aquel día la vista desde la ventana era aún mejor de lo que prometía. En el interior de la basílica, Giacomo Pecci, el papa León XIV, que cumplía setenta y cinco años, oficiaba misa, y una gran muchedumbre atestaba la plaza, como si toda Roma celebrara con él.

Pasándose los dedos por los cabellos teñidos de negro, F observó a Valera. Antes de diez minutos abriría los ojos. Antes de veinte estaría alerta y en condiciones. F se volvió con brusquedad y posó la mirada sobre un viejo televisor en blanco y negro que había en un rincón. Transmitían en directo la misa de la basílica.

El Papa, con vestimentas litúrgicas blancas, contemplaba los rostros de los fieles mientras hablaba, dirigiéndoles miradas cargadas de energía, de esperanza, de espiritualidad. Él los amaba, y ellos correspondían a su amor, lo que le confería un aire juvenil a pesar de su edad y del progresivo deterioro de su salud.

Las cámaras de televisión pasaron a mostrar caras conocidas de políticos, celebridades y empresarios entre la multitud que abarrotaba la basílica. Luego se detuvieron por unos instantes en cinco clérigos sentados detrás del pontífice. Eran sus viejos asesores, sus uomini di fiducia. Hombres de confianza que probablemente constituían la autoridad más influyente de la Iglesia católica romana.

• Cardenal Umberto Palestrina, sesenta y dos años. Golfillo huérfano de las calles de Nápoles convertido en secretario de Estado del Vaticano. Muy popular dentro de la Iglesia y sumamente respetado por la comunidad diplomática internacional. De gran corpulencia: casi dos metros de estatura y ciento veinte kilos de peso.

• Rosario Parma, sesenta y siete años. Cardenal vicario de Roma. Alto, severo. Prelado conservador de Florencia, en cuyas diócesis e iglesia se celebraba la misa.

• Cardenal Joseph Matadi, cincuenta y siete años. Prefecto de la Congregación de Obispos. Natural del Congo. Jovial, políglota, de espaldas anchas. Hombre de mundo y astuto para los asuntos diplomáticos.

• Monseñor Fabio Capizzi, sesenta y dos años. Director general del Banco del Vaticano. Nacido en Milán. Diplomado en Oxford y Yale, había amasado una fortuna antes de ingresar en el seminario a la edad de treinta años.

• Cardenal Nicola Marsciano, sesenta años. Hijo mayor de un granjero toscano, se educó en Suiza y en Roma. Presidente de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica; como tal, supervisor general de las inversiones del Vaticano.

¡Clic!


F apagó el televisor con la mano enguantada y regresó a la mesita situada frente a la ventana. A sus espaldas, Miguel Valera tosió y cambió de posición en el sofá. F lo miró y luego echó un vistazo por la ventana. La policía había montado barreras para evitar que la muchedumbre entrase en la zona adoquinada frente a la basílica y, en ese momento, agentes a caballo tomaban posiciones a ambos lados de la puerta central de bronce. Detrás de ellos, a la izquierda, fuera del campo visual del gentío, F distinguía una docena de furgonetas de color azul oscuro. Delante había un contingente de policías antidisturbios que, aunque tampoco resultaban visibles para la multitud, estaban listos para actuar en caso de necesidad. De improviso, cuatro automóviles Lancia de color oscuro, vehículos camuflados de la Polizia di Stato, la unidad policial que protegía al Papa y a sus cardenales fuera del Vaticano, se situaron al pie de los escalones de la basílica, a la espera del pontífice y sus cardenales para llevarlos de regreso a la Santa Sede.

De pronto, las puertas de bronce se abrieron de par en par y se oyó un gran clamor. Al mismo tiempo, todas las campanas de Roma empezaron a repicar al unísono. Por unos instantes, nada ocurrió. Después, por encima de los estruendosos tañidos, F oyó un segundo clamor y vio aparecer al Papa, cuya blanca sotana destacaba con claridad en el mar encarnado de sus hombres de confianza. El grupo iba escoltado muy de cerca por agentes de seguridad con trajes negros y gafas de sol.

Valera gimió, parpadeó e intentó darse la vuelta. F lo observó, pero sólo por un momento. Luego se volvió y levantó un objeto envuelto en una toalla de baño común y corriente. Lo colocó sobre la mesa, retiró la toalla y acercó el ojo a la mira telescópica de un rifle finlandés. De inmediato, su visión de la basílica se amplió cien veces. En el mismo instante, el cardenal Palestrina dio un paso adelante y entró de lleno en el campo visual del teleobjetivo, con el punto de mira situado justo sobre su amplia sonrisa. F aspiró profundamente y contuvo la respiración, dejando que su dedo índice enguantado se acomodara al gatillo.

Con un movimiento brusco, Palestrina se echó a un lado, y el punto de mira del rifle quedó situado sobre el pecho del cardenal Marsciano. F oyó a Valera gruñir a sus espaldas. Haciendo caso omiso, desplazó el rifle hacia la izquierda a través de una mancha de rojo cardenalicio, hasta hallar el blanco de la sotana de León XIV. Unas milésimas de segundo más tarde, el punto de mira se detuvo entre sus ojos, ligeramente por encima del tabique nasal.

Detrás de él, Valera gritó algo. Una vez más, F no prestó atención. Su dedo se afianzó al gatillo en el momento en que el Papa dio un paso al frente, por delante de un agente de seguridad, sonriendo y saludando a la multitud. Luego, de golpe, F desplazó el rifle hacia la derecha, situando el punto de mira sobre la cruz de oro de Rosario Parma, cardenal vicario de Roma. Inexpresivo, F se limitó a apretar el gatillo tres veces en rápida sucesión, haciendo vibrar la habitación con los estampidos de los disparos y, doscientos metros más allá, salpicando al papa León XIV, Giacomo Pecci, y a quienes lo rodeaban con la sangre de un hombre de confianza.

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