NUEVE

El apartamento de Danny estaba en la planta baja. Era pequeño y sumamente espartano. El cubículo que servía de sala daba a un diminuto patio trasero y estaba amueblado con un sillón de lectura, un escritorio pequeño, una lámpara de pie y una estantería, objetos todos que parecían salidos de un rastro. Incluso los libros eran de segunda mano, casi todos viejos y relacionados con la historia del catolicismo. Había títulos como Los últimos días de la Roma papal, 1850-1870; Plenarii Concilii Baltimorensis Tertii, o La Iglesia en el Sacro Imperio Romano.

El dormitorio era aún más austero: en él había una cama individual, cubierta por una manta, y una pequeña cómoda, con una lámpara y un teléfono encima, que hacía las veces de mesita de noche. El guardarropa era igual de precario. Consistía en un conjunto de las clásicas vestimentas sacerdotales: camisa negra, pantalones negros y americana negra, todo colgado de la misma percha; unos téjanos, una camisa a cuadros, una sudadera gris gastada y un par de zapatillas de deporte viejas. La cómoda reveló un alzacuello blanco, varios calzoncillos muy gastados, tres pares de calcetines, un jersey doblado y dos camisetas, una de ellas con el escudo del Providence College.

– Todo tal como lo dejó cuando partió hacia Asís -señaló Farel en voz baja.

– ¿Dónde encontraron los cartuchos?

Farel lo guió hacia el lavabo y abrió la puerta de una cómoda antigua. En el interior había varios cajones, todos con cerraduras que habían sido forzadas, presumiblemente por la policía.

– En el cajón de abajo. Al fondo, detrás de un par de rollos de papel higiénico.

Harry se quedó mirando por unos instantes, luego dio media vuelta y se dirigió despacio hacia la sala, pasando por el dormitorio. En el estante superior de la librería había una placa eléctrica que no había visto antes y, junto a ella, una taza solitaria con una cuchara en su interior y, al lado, un frasco de café instantáneo. Eso era todo. Ni cocina, ni hornillos, ni nevera. Era un lugar como el que él mismo habría alquilado durante el primer año en Harvard, cuando no tenía dinero y estudiaba gracias a una beca.

– Su voz…

Harry se volvió. Farel estaba de pie en la puerta del dormitorio, observándolo. Su cabeza afeitada le pareció de pronto demasiado grande y desproporcionada.

– La voz de su hermano en el contestador… Dijo usted que parecía asustado.

– Sí.

– ¿Como si temiera por su vida?

– Sí.

– ¿Mencionó nombres? ¿Gente que ambos conocen? ¿Parientes? ¿Amigos?

– No, ningún nombre.

– Piénselo con calma, señor Addison. Hacía mucho que no sabía nada de su hermano. Estaba alterado. -Farel se acercó unos pasos-. La gente tiende a olvidar unas cosas cuando piensa en otras.

– Si hubiera mencionado nombres, yo se lo habría dicho a la policía italiana.

– ¿Le explicó por qué iba a viajar a Asís?

– No me habló de Asís.

– ¿Mencionó alguna otra ciudad o pueblo? -insistió Farel-. ¿Algún lugar en el que hubiese estado o al que pensara ir?

– No.

– ¿Fechas? ¿Un día en particular? ¿Una hora que quizá fuera importante?

– No -respondió Harry-. Ninguna fecha, ninguna hora especial. Nada de eso.

Los ojos de Farel lo escrutaron de nuevo.

– ¿Está totalmente seguro, señor Addison?

– Sí, estoy totalmente seguro.

Un golpe seco a la puerta principal llamó la atención de ambos. Se abrió, y entró el ansioso conductor del Fiat gris. Pilger, así lo llamó Farel, era aún más joven de lo que había supuesto Harry; de rostro aniñado, apenas parecía tener edad suficiente para afeitarse. Junto a él había un sacerdote. Como Pilger, era joven -con seguridad no había cumplido los treinta años- y alto, con cabello oscuro rizado y ojos negros detrás de unas gafas de montura negra.

Farel le habló en italiano. Tras un breve diálogo con él se volvió hacia Harry.

– Éste es el padre Bardoni, señor Addison. Trabaja para el cardenal Marsciano. Conocía a su hermano.

– Hablo su idioma, aunque no muy bien -dijo el padre Bardoni con suavidad y una sonrisa-. Permítame expresarle mis más sinceras condolencias.

– Gracias… -asintió Harry agradecido. Era la primera vez que alguien hablaba de Danny en un contexto distinto al del asesinato.

– El padre Bardoni viene de la funeraria a la que llevaron los restos de su hermano -le informó Farel-. Están efectuándose los trámites necesarios. Los papeles estarán listos para que los firme mañana. El padre Bardoni lo acompañará a la funeraria y a la mañana siguiente, al aeropuerto. Se le ha reservado un asiento en primera clase. Los restos del padre Daniel irán en el mismo avión.

– Gracias… -repitió Harry. Lo único que deseaba era alejarse de la agobiante sombra de la policía y llevar a Danny a casa para que lo enterraran.

– Señor Addison -dijo Farel en tono de advertencia-. La investigación no ha terminado. El FBI realizará investigaciones complementarias en Estados Unidos. Querrán hablar con el señor Willis. Querrán los nombres y direcciones de parientes, amigos, antiguos camaradas del ejército y de otras personas que mantuviesen alguna relación con su hermano.

– No nos quedan parientes, señor Farel. Danny y yo éramos los últimos de la familia. En cuanto a sus amigos o conocidos, de poco le serviría mi ayuda. No sé gran cosa sobre su vida… pero le diré algo: estoy tan interesado como usted en saber qué ocurrió, quizá más. Y pienso descubrirlo.

Harry y Farel se miraron por unos instantes. Luego, con un gesto de asentimiento al padre Bardoni, Harry echó un último vistazo al apartamento de su hermano y se dirigió hacia la puerta.

– Señor Addison.

La voz de Farel sonó áspera, y Harry se volvió.

– Le comenté al principio que lo que me interesa es lo que no ha dicho… Y sigue siendo así… Como abogado, sabe que, a veces, las piezas más insignificantes componen un todo…, cosas aparentemente tan nimias que solemos pasarlas por alto sin darnos cuenta.

– Le he relatado todo lo que dijo mi hermano…

– Es lo que usted asegura, señor Addison. -Farel entornó los ojos, sosteniendo la mirada de Harry-. Me salpicó con la sangre de un cardenal. No permitiré que me bañe la de un papa.

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