Recostado en la cama del apartamento de Eaton, Harry no lograba conciliar el sueño. Había cerrado la puerta con llave y había colocado una silla debajo del pomo. Intentaba convencerse de que todo saldría bien y de que Eaton estaba en lo cierto. Hasta ese momento había estado solo ante el peligro pero, de pronto, tenía un lugar donde alojarse y dos personas dispuestas a ayudarle.
Esa tarde, Eaton había ido a buscar comida y había sugerido a Harry que se duchara y curara las heridas lo mejor posible, aunque no debía afeitarse la barba porque le confería un aspecto diferente.
Eaton le había aconsejado que pensara en la nueva identidad que deseaba adoptar, una profesión sobre la que fuese capaz de hablar en caso de que lo interrogasen, un profesor de derecho, por ejemplo, o un periodista de vacaciones en Italia que escribiera sobre la industria del ocio o, incluso, un guionista o novelista que estuviera realizando un trabajo de investigación sobre la antigua Roma.
– Continuaré siendo lo que era hasta ahora, un cura -respondió Harry al regresar Eaton al apartamento con una pizza y una botella de vino y pan y café para la mañana.
– Un cura norteamericano es justo lo que buscan.
– Hay curas por todas partes, y supongo que más de uno es norteamericano.
Eaton dudó por un instante y después asintió. Fue al dormitorio y regresó con un par de camisas y un jersey. A continuación, extrajo una cámara de treinta y cinco milímetros de un cajón, le puso la película y colocó a Harry contra una pared blanca. Tomó dieciocho fotos, seis con una camisa, seis con la otra y el resto con el jersey.
Después se marchó, no sin antes advertir a Harry que no saliese a la calle y comunicarle que o bien Adrianna o él regresarían al día siguiente por la tarde.
¿Por qué?
¿Por qué había decidido continuar siendo un cura? ¿Lo había pensado bien? Sí. Un cura podía convertirse en un civil con un simple cambio de ropa y, además, había muchos curas estadounidenses. Tal como había dicho Hércules, debía ocultarse permaneciendo a la vista y, hasta el momento, había funcionado varias veces, una de ellas, incluso en las propias narices de los carabinieri.
Por otro lado, Eaton tenía razón al afirmar que lo que buscaba la policía era a un cura norteamericano: Danny. Por tanto, cualquier cura que hablase inglés con acento americano resultaría sospechoso. La gente lo miraría a la cara y pensaría que, a pesar de la barba, el rostro les resultaba familiar. Tampoco debía olvidar la recompensa: cien millones de liras, alrededor de sesenta mil dólares. ¿Quién no correría el riesgo de hacer el ridículo llamando a la policía aunque se tratara del hombre equivocado?
Además, ¿qué sabía él de los curas? ¿Qué ocurriría si otro clérigo entablaba conversación con él? En fin, ya había tomado la decisión: Eaton estaba preparando su nueva identidad, las fotos estaban hechas. Un cura.
En la calle se oían los ruidos propios de Roma al caer la noche. Via di Montoro era una calle mucho más tranquila que la de su hotel, en lo alto de la Escalinata Española, pero a pesar de ello Harry oía el tráfico, las motocicletas y los transeúntes.
Poco a poco, los diferentes sonidos comenzaron a confundirse entre sí hasta convertirse en una monótona melodía de fondo. Comenzó a notar los efectos de la ducha, la cama limpia y la odisea de su huida y se sumió lentamente en el sueño. Quizás había decidido seguir siendo un cura porque era lo más fácil, no tenía que pensar y, por el momento, el disfraz había dado resultado. No era cierto que su decisión se debiera a que deseaba comprender mejor a su hermano, y ser o hacer lo que Hércules había sugerido sin pensar: convertirse, aunque por poco tiempo, en su hermano.
Mientras cerraba los ojos Harry sintió que perdía el contacto con la realidad y de pronto vio de nuevo la postal de Navidad: el árbol adornado detrás de los rostros sonrientes con gorros de Papá Noel de su madre, su padre, Madeline, Danny y él.
FELIZ NAVIDAD DE PARTE DE LOS ADDISON
La imagen se desvaneció de su mente y en su lugar escuchó la voz de Pio que repetía lo que le había dicho en el coche: «¿Sabe lo que pensaría yo si estuviera en su lugar? Me preguntaría si mi hermano sigue con vida, y si es así, dónde está».
Marsciano se hallaba solo en su biblioteca, la pantalla de su ordenador estaba oscura y los libros que ocupaban todo el espacio del suelo al techo le parecían, por su estado de ánimo, meros objetos decorativos. La única luz procedía de una lámpara halógena situada junto al escritorio de madera sobre el que se encontraba el sobre con la palabra URGENTE que le habían entregado en Ginebra. Era el mismo sobre que había llevado consigo en el tren y en cuyo interior se encontraba la cinta que había escuchado una sola vez. No sabía por qué deseaba oírla de nuevo, pero sentía el impulso de hacerlo.
Abrió un cajón y extrajo una grabadora que cabía en la palma de la mano, sacó la cinta del sobre y la colocó en el aparato. Titubeó un instante antes de reproducirla. El aparato emitió un leve zumbido al ponerse en marcha, y de pronto Marsciano oyó su voz susurrante pero muy clara.
«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que Dios te ayude a reconocer tus pecados y a confiar en su gracia.»A continuación respondió una segunda voz: «Amén -y prosiguió-: Bendígame, padre, porque he pecado; han transcurrido muchos días desde mi última confesión. Mis pecados son…».
Con un movimiento brusco, Marsciano apagó la grabadora y permaneció sentado, incapaz de seguir escuchando.
Se había grabado una confesión sin el conocimiento del penitente ni del cura. El penitente, quien se confesaba, era él mismo, y el cura, el padre Daniel.
Lleno de odio y repulsión, empujado por Palestrina hasta los más oscuros confines de su alma, Marsciano había acudido a la única persona en quien confiaba. El padre Daniel no sólo era un colaborador de valía inestimable y uno de los mejores amigos que había tenido jamás, sino también un sacerdote consagrado al Señor. Cualquier cosa que le contara quedaría protegida por el secreto de confesión y jamás saldría del confesionario.
Pero no había sido así.
Palestrina había grabado la confesión y Marsciano estaba convencido de que también había ordenado a Farel que ocultase micrófonos en todos los lugares, públicos y privados, que frecuentaban Marsciano y el resto del grupo.
Cada día más paranoico, el secretario de Estado del Vaticano se protegía de todos los frentes desempeñando el papel de jefe militar que, según había confesado a Marsciano años antes, estaba convencido que era. Aunque estaba ebrio, con gran seriedad y orgullo proclamó que, desde que tenía edad para saber de esas cosas, estaba convencido de que era la reencarnación de Alejandro Magno, antiguo conquistador del Imperio persa, y desde ese momento había vivido como él, y gracias a ello había llegado a ser quien era y, poco a poco, Marsciano fue testigo de cómo asumía el manto de un general en guerra. Prueba de ello era la manera tan rápida y brutal con la que había actuado desde el momento en que escuchó la grabación. Marsciano se había confesado el jueves por la noche, y el viernes temprano el padre Daniel tomó el autocar a Asís, sin duda sintiéndose tan horrorizado como Marsciano y buscando refugio en la soledad. Marsciano nunca había dudado sobre la identidad del asesino que hizo explotar el autocar para detener a Danny matando de paso a personas inocentes. El acto dejaba traslucir la misma falta de humanidad que la estratagema de China, la misma paranoia que lo llevaba a desconfiar no sólo de quienes lo rodeaban sino del secreto de confesión y, por tanto, de los propios cánones de la Iglesia.
Era algo que Marsciano debió haber previsto pues ya había desvelado el verdadero y terrorífico carácter de Palestrina. La imagen permanecía imborrable en su memoria, como grabada a fuego.
La mañana después del funeral multitudinario por el cardenal vicario de Roma, el secretario de Estado había convocado al resto de los miembros del grupo -a Marsciano; al prefecto de la Congregación de Obispos, Joseph Matadi, y al director general del Banco del Vaticano, Fabio Capizzi- a una reunión en una residencia privada en Grottaferata, en las afueras de Roma, lugar de retiro al que a menudo acudía Palestrina para sus reuniones «introspectivas» y donde había presentado por primera vez el Protocolo Chino.
Al llegar, los habían guiado a un patio pequeño, rodeado de cuidada vegetación, alejado del edificio principal donde Palestrina esperaba sentado a una mesa de hierro forjado sorbiendo café e introduciendo datos en el ordenador portátil. Farel permanecía de pie detrás de Palestrina como un guardaespaldas de puño de hierro. En la estancia había una tercera persona, un hombre atractivo que no había cumplido todavía los cuarenta, delgado y de estatura mediana, cabello negro y penetrantes ojos azules; Marsciano también recordaba que llevaba una americana de color azul marino, una camisa blanca y pantalones grises.
– Creo que no conocen a Thomas Kind -comentó Palestrina mientras se sentaba, abarcándolo con un gesto como si estuviera presentando a un nuevo miembro de un club privado.
– Está ayudándonos a coordinar la «situación» en China.
Marsciano se estremeció. Con espanto e incredulidad observó que los demás también: Capizzi torció los labios de un modo involuntario y los ojos por lo general alegres de Joseph Matadi adoptaron una expresión preocupada en el momento en que Thomas Kind se puso en pie y saludó cortés a cada uno de ellos por su nombre:
– Buon giorno, monseñor Capizzi. Cardenal Matadi. Cardenal Marsciano.
Marsciano recordaba haber visto de lejos a Kind un año antes, en compañía de un chino de mediana edad, cuando él y el padre Daniel acudieron a una reunión con Pierre Weggen. Entonces no sabía quién era, pero al verlo tan de cerca después de descubrir de quién se trataba y oír que lo saludaba por su nombre, resultaba una experiencia aterradora.
La sonrisa de Palestrina al contemplar las mal disimuladas reacciones de desagrado de sus colegas fue como anunciar quién había asesinado al cardenal vicario y por orden de quién. La reunión no era más que una advertencia de que, si alguno de ellos compartía la opinión del fallecido cardenal y tenía la intención de acudir al Santo Padre o al Colegio de Cardenales para informar sobre el asunto de China, se las verían con Thomas Kind. Todo formaba parte del teatro del horror de Palestrina, quien con ello daba a entender que estaba a punto de comenzar la guerra para controlar China.
Hechas las presentaciones, Palestrina se acarició el cabello blanco y dio por concluida la reunión.
Marsciano se concentró de nuevo en la tenue luz del estudio y la pequeña grabadora que descansaba sobre la mesa. En su confesión había explicado al padre Daniel el asesinato del cardenal vicario Parma y su complicidad en el plan maestro de Palestrina para expandir la Iglesia católica en China, cosa que no sólo implicaba la desviación de fondos del Vaticano, sino la muerte de un número indeterminado de ciudadanos chinos inocentes.
Con su confesión, y de modo totalmente inconsciente, había condenado a muerte al padre Daniel. La primera vez Dios o el destino habían intervenido, pero cuando supiesen con certeza que seguía vivo, Thomas Kind iría a por él y escapar de las manos de Thomas Kind era poco menos que imposible. Marsciano sabía que Palestrina no fallaría una segunda vez.