SETENTA Y OCHO

10.15 h

Edward Mooi estaba de pie desnudo en el cuarto de baño con una toalla en la mano.

– ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

No había oído abrirse la puerta. No sabía cómo aquel hombre rubio vestido con vaqueros y chaqueta ligera había llegado hasta la segunda planta, ni cómo había burlado la vigilancia de los agentes del Gruppo Cardinale que continuaban frente a la casa, ni siquiera cómo había entrado en la finca de Villa Lorenzi.

– Quiero que me lleve hasta el cura -musitó el hombre rubio.

– ¡Salga de aquí o llamaré a la policía! -gritó Mooi al tiempo que se tapaba con la toalla.

– No creo que lo haga -replicó el hombre mientras extraía algo del bolsillo y lo depositaba en el lavabo.

– ¿Qué pretende que haga con eso? -Mooi miró el objeto en el lavabo. Fuera lo que fuese, estaba envuelto en lo que parecía ser una servilleta de restaurante de color verde oscuro.

– Ábralo.

Edward Mooi lo miró, tomó la servilleta y la desenvolvió.

– ¡Dios santo!

Azul, inflamada, y con trocitos de servilleta pegada a la piel, se trataba de una lengua limpiamente cortada. Mooi sintió náuseas, la tiró al lavabo y, aterrorizado, dio un paso atrás.

– ¿Quién es usted?

– El conductor de la ambulancia no quería contarme nada del cura, prefirió pelear. Pero usted no es un luchador. En la televisión dicen que es poeta, de modo que debe de ser un hombre inteligente. Por eso sé que me llevará hasta el cura -explicó el hombre rubio sin apartar la vista de Mooi.

El poeta lo miró incrédulo. Acababa de descubrir de quién intentaban proteger al padre Daniel.

– Hay demasiados policías, es imposible pasar.

– Veremos qué se puede hacer, Edward Mooi.


Roscani contempló el objeto, u objetos, mezclados en el amasijo de carne, sangre y ropa que sacaron del lago, descubiertos por el propietario de la casa en cuyas tierras se encontraban. El equipo técnico de laboratorio hacía fotografías, tomaba notas y entrevistaba al hombre que había descubierto aquellos cuerpos.

¿De quiénes se trataba? Sólo Roscani, Scala y Castelletti lo sabían: eran los otros dos hombres que habían viajado a bordo del hidrodeslizador que transportó al padre Daniel hasta Villa Lorenzi.

Roscani necesitaba un cigarrillo y pensó en birlarle uno a sus detectives, pero en cambio extrajo una galleta de chocolate del bolsillo y le dio un mordisco. No sabía cómo se había perpetrado la carnicería, pero habría apostado la reserva de galletas de chocolate de todo un año a que el autor era el asesino del punzón para el hielo.

El inspector se acercó a la orilla. Tenía la impresión de que había pasado algo por alto y de que debía sacar alguna conclusión de lo ocurrido.

– ¡Virgen santa! -De pronto Roscani dio media vuelta y se dirigió al coche-. ¡Vámonos! ¡Ya!

Scala y Castelleti lo siguieron de inmediato.

Roscani casi corría cuando entró en el coche y sacó la radio del salpicadero.

– Al habla Roscani. ¡Quiero que pongan a Edward Mooi bajo protección policial ahora mismo! ¡Vamos en camino!

Scala trazó una curva con el coche y atravesó el césped recién cortado. Roscani estaba en el asiento del acompañante, mientras que Castelletti iba detrás. Nadie dijo palabra.

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