SETENTA Y UNO

Bellagio, martes 14 de julio, 4.15 h

La hermana Elena Voso se encontraba en el túnel principal de la cueva, esperando que regresaran Luca y sus compañeros.

El techo de la gruta se alzaba unos seis metros por encima de su cabeza, y el túnel se extendía unos veinticinco hasta el canal y el embarcadero situados al otro extremo. Había bancos rudimentarios excavados a lo largo de los muros de piedra, con capacidad para unas doscientas personas, a ambos lados del túnel. Elena se preguntó si alguien habría labrado los asientos para refugiarse en la gruta, pero ¿quiénes? ¿Los romanos? ¿Una civilización anterior o posterior? Fuera cual fuese su origen, la cueva o, más bien, el conjunto de cuevas comunicadas, habían sido modernizadas por completo y disponían de electricidad, ventilación, cañerías, teléfono, una pequeña cocina y un salón central que conducía a tres suites privadas de lujosa decoración con baños completos, salas de masaje y dormitorios. También allí se encontraba, aunque no la había visto, una de las mejores bodegas de Europa.

Edward Mooi los había llevado a la gruta con una lancha motora el domingo, poco después de que llegasen a Villa Lorenzi. Primero navegó durante unos diez minutos a lo largo de la costa hacia el sur y después pasó por un hueco en la pared de un acantilado, atravesó un grupo de rocas y llegó a la boca de la gruta, oculta tras la exuberante vegetación.

En su interior, encendió el potente reflector de la barca y navegó por un laberinto hasta el embarcadero labrado en la piedra, donde descargaron las provisiones y llevaron a Michael Roark a una suite compuesta por dos estancias -el dormitorio y una pequeña sala de estar-, separadas por un lujoso cuarto de baño tallado en la roca con accesorios de oro y mármol.

Mooi les contó que la gruta se encontraba en la propiedad de Villa Lorenzi y había sido descubierta años antes por su célebre propietario, Eros Barbu, quien primero decidió transformarla en una bodega y después agregó los apartamentos que mandó construir a trabajadores de la casa que poseía en el sur de México y que después fueron devueltos a su país con el fin de mantener en secreto la existencia de la gruta, sobre todo para los lugareños. A los sesenta y cuatro años, Eros Barbu no sólo era un escritor célebre, sino también un hombre legendario que hacía honor a su mítico nombre: en aquella gruta había conquistado a algunas de las mujeres más bellas del mundo.

Fuera cual fuese la historia de la cueva, en esos momentos sólo representaba miedo y soledad para Elena, pues tenía grabada en la mente la expresión de horror y rabia reflejadas en los ojos de Luca Fanari al comunicarle por teléfono que su mujer había muerto torturada y que su cuerpo se había carbonizado en un incendio que había arrasado el apartamento que habían compartido durante toda su vida de casados. Luca había regresado de inmediato a Pescara con Marco y Pietro para asistir al funeral y estar con sus tres hijos.

– Que Dios os bendiga -les dijo Elena antes de que subieran al fueraborda para tomar el primer hidrodeslizador a Como.

A solas con Michael Roark, que dormía en la otra habitación, anhelaba angustiada oír el motor de la lancha, pero no percibía más sonido que el suave romper de las olas contra la roca.

Decidida a llamar a su madre superiora en el convento de Siena para explicarle lo sucedido y pedirle consejo, Elena estaba a punto de descolgar el teléfono cuando oyó el eco del fueraborda.

Convencida de que se trataría de Luca y los demás, caminó con paso acelerado hacia el embarcadero, pero al llegar, lo que vio fue el reflector de la lancha de Edward Mooi.

Загрузка...