VEINTE

Roma, 18,45 h

Roscani revisó el coche mientras una multitud de curiosos lo observaba desde detrás del cordón policial, preguntándose si se trataba de alguien importante.

A unos cinco metros del Alfa Romeo había aparecido, oculto entre los arbustos, el cadáver indocumentado de un hombre mayor con dos heridas de bala, una en el corazón y otra sobre el ojo izquierdo.

Roscani había delegado el caso a Castelletti y Scala, los otros ispettori capi de homicidios, y había centrado su interés en el Alfa Romeo que tenía el parabrisas resquebrajado y la parte delantera empotrada en el camión, a pocos centímetros del depósito de gasolina.

El cuerpo de Pio seguía en el coche cuando Roscani llegó al lugar del accidente. El ispettore lo examinó sin tocarlo y ordenó que lo fotografiaran y grabaran en vídeo antes de que lo trasladasen al depósito junto con el cadáver encontrado entre los arbustos.

En principio, debían haber encontrado un tercer cuerpo, el del norteamericano, Harry Addison, pues iba con Pio en el coche al regresar de la granja donde habían hallado la pistola. Sin embargo Harry, al igual que la pistola, se había esfumado. Las llaves del coche estaban en la cerradura del maletero, como si la persona que se llevó el arma hubiera sabido dónde encontrarla.

En el asiento trasero del coche, a la izquierda, habían hallado la supuesta arma homicida, la Beretta nueve milímetros de Pio, como si alguien la hubiera arrojado allí. El asiento del acompañante estaba manchado de sangre junto a la puerta, justo debajo del reposacabezas. En la alfombra aparecían unas marcas de zapato difuminadas, y todo el coche estaba cubierto de huellas dactilares.

Los equipos técnicos de laboratorio tomaron muestras y las colocaron en bolsas de plástico numeradas mientras dos fotógrafos se encargaban de tomar fotografías con una Leica y de grabar el escenario del crimen en vídeo.

El robo del camión, un Mercedes de gran tamaño, se había denunciado a primera hora de la tarde y el conductor había desaparecido.

El ispettore capo Otello Roscani se sentó al volante de su Fiat azul oscuro y bordeó el cordón policial, alejándose de las miradas curiosas. Los faros de los coches policiales iluminaban la escena como si de un plato se tratara, restando oscuridad a los rostros y proporcionando luz adicional a las frenéticas cámaras.

– Ispettore capo!

– Ispettore capo!

Distintas voces gritaban: «¿Quién es el culpable? ¿Está relacionado con el asesinato del cardenal Parma? ¿Quiénes son las víctimas? ¿Hay algún sospechoso? ¿Por qué?»

Roscani no se detuvo. Era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera Pio y en lo que había sucedido momentos antes de su muerte. Gianni Pio no solía cometer errores, y sin embargo aquella tarde lo habían pillado por sorpresa.

En esos momentos -sin la autopsia ni el informe del laboratorio-, lo único que tenía Roscani eran preguntas y una profunda sensación de tristeza. Además del padrino de sus hijos, Gianni Pio había sido su amigo y compañero durante más de veinte años. En eso pensaba Roscani cuando conducía en dirección al barrio de Garbatella, donde residía Pio, para dar el pésame a su esposa e hijos. Otello Roscani intentó reprimir sus emociones, pues era su deber como policía, y por respeto a Pio, ya que sólo así lograría su objetivo prioritario: encontrar a Harry Addison.

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