DOCE

Miércoles 8 de julio, 4.32 h

Harry echó el último vistazo al reloj. El tiempo transcurría muy despacio. No sabía si había dormido algo. Aún olía el perfume de Adrianna, casi masculino: mitad cítrico, mitad humo. Tenía que levantarse, tenía que ir a trabajar dos horas después, dijo. No a una oficina con mucha gente, sino al aeropuerto. Tenía que tomar un avión a Zagreb y dirigirse al interior de Croacia para cubrir una noticia sobre crímenes cometidos por croatas contra serbocroatas a quienes habían echado de sus casas para asesinarlos salvajemente. Es lo que ella era, y lo que ella hacía.

Recordó que en algún punto había roto su propia regla y le había preguntado qué sabía acerca de la investigación sobre el atentado del autocar.

Y ella le había respondido sin rodeos, sin acusarlo, ni una sola vez, de intentar utilizarla.

– No saben quién lo hizo…

Él la había observado en la oscuridad -sus ojos claros miraban los suyos, los pechos subían y bajaban al compás de la respiración-, intentando averiguar si le decía la verdad. Pero no lo logró, de modo que lo dejó correr. Dos días después él se habría marchado y sólo volvería a verla por televisión, con su gorra de béisbol y chaqueta de campaña, informando sobre algún conflicto desde algún lugar remoto. Lo único que importaba entonces, mientras la observaba, mientras se inclinaba para acariciarle el pecho y trazar un círculo con la lengua alrededor de su pezón, era que quería hacerla suya una vez más, y otra vez, hasta que no quedase nada, nada en su mente que no fuese Adrianna. Egoísta, sí. Pero, después de todo, la idea se le había ocurrido a ella.

Recorriendo con lentitud la parte interior de su muslo con los dedos, la había oído gemir al acercarse a la pegajosa humedad de su pubis. Excitado por completo, se disponía a montarla cuando, de pronto, ella se movió a un lado, subió encima de él y se introdujo su miembro.

Echándose hacia atrás, hundió los pies en el borde del colchón y luego se inclinó hacia delante, las manos a ambos lados de la cabeza de él y los ojos muy abiertos mirándolo. Empezó a moverse despacio, deslizándose con destreza arriba y abajo a lo largo de su miembro, poniendo todo su peso en cada arremetida calculada. Y luego, como un remero que atiende a la cadencia marcada por el timonel, aceleró el ritmo. Como un jinete, ponía a prueba el corazón de la criatura que tenía debajo, cabalgando con fuerza y sin piedad, hasta que ella misma se convirtió en el pura sangre, golpeando la valla interior y avanzando como un trueno hacia la meta. En un abrir y cerrar de ojos lo había convertido en un juego nuevo. Lo que antes había sido deseo se había transformado en un duelo de titanes.

No se había equivocado al elegir a Harry. Habiéndose propuesto hacía mucho dominar el refinado arte de la «esgrima», él observaba cada uno de sus movimientos y actuaba en consecuencia. Estocada por estocada. Bestia contra bestia. Una carrera vertiginosa, hasta el fin. Una apuesta de mil a uno sobre quién estallaría primero.

Cruzaron la meta juntos. Un final clamoroso y sudoroso de pirotecnia orgásmica que los dejó tumbados uno junto al otro y sin aliento, estremeciéndose en la oscuridad.

Harry no sabía por qué, pero en ese preciso momento una parte remota de él se echó atrás y se preguntó si Adrianna lo habría elegido, no porque él fuese el personaje principal de una historia importante y ésa fuera su forma de iniciar una relación personal, ni siquiera porque sencillamente le gustara acostarse con extraños, sino por una razón de todo punto distinta…, porque tenía miedo de ir a Zagreb, porque tal vez ya había tentado demasiado a la suerte y ocurriría algo y moriría en algún lugar de las montañas croatas. Tal vez quería respirar toda la vida posible antes de partir. Y Harry no era más que el hombre que había elegido para hacerlo.


4.36 h

La muerte.

En la oscura habitación 403 del hotel Hassler, las contraventanas estaban cerradas y las cortinas corridas en prevención del inminente amanecer, y, sin embargo, Harry aún no lograba conciliar el sueño. El mundo daba vueltas, los rostros pasaban bailando ante él.

Adrianna.

Los detectives Pio y Roscani.

Jacov Farel.

El padre Bardoni, el joven sacerdote que debía escoltarle a él y a los restos de Danny hasta el aeropuerto.

Danny.

La muerte.

¡Basta! Harry encendió las luces, se puso en pie y se dirigió a la mesita que había junto al teléfono. Empezó a repasar unos documentos en los que había estado trabajando antes de salir. El contrato de renovación para un cuarto año de la estrella de una serie de televisión, con un incremento de cincuenta mil dólares por episodio, un acuerdo para que un guionista de renombre corrigiese un guión que ya se había escrito cuatro veces; el guionista exigía quinientos mil dólares. Un acuerdo para que un director de primera línea rodase una película de acción en Malta y Bangkok, por seis millones de dólares y el diez por ciento de la primera recaudación, finalmente cerrado. Media hora más tarde el pacto se había roto porque la estrella masculina había abandonado por razones desconocidas. Dos horas y media docena de llamadas más tarde, el protagonista volvía a estar disponible, pero para entonces el director contemplaba otras opciones. Una llamada a la estrella al mediodía a un restaurante de moda del oeste de Los Ángeles, otra al jefe de los estudios en el valle de San Fernando, y una más al agente del director acabaron por convertirse en una conferencia de cuatro personas, incluido el director desde su casa en Malibú. Cuarenta minutos más tarde el director se había reincorporado al proyecto y se preparaba para viajar, a la mañana siguiente, a Malta.

Para cuando todo hubo terminado, Harry había negociado acuerdos por valor de siete millones y medio de dólares. El cinco por ciento de los mismos -unos trescientos setenta y cinco mil- eran para su bufete: Willis, Rosenfeld and Barry. No estaba mal para alguien que había estado trabajando con tanta ansiedad, con el piloto automático y casi sin haber dormido, desde la habitación de un hotel que se encontraba al otro lado del mundo. Por eso era quien era y hacía lo que hacía… y por eso ganaba lo que ganaba, más bonificaciones, más reparto de beneficios, más… Harry Addison había salido de su pueblo natal a lo grande…, pero de pronto todo le parecía hueco e insustancial.

De golpe apagó la luz y cerró los ojos en la oscuridad. Se sintió invadido por sombras. Intentó deshacerse de ellas, pensar en otra cosa, pero no se marcharon: sombras que se movían despacio a lo largo de un muro lejano e iridiscente, y que luego regresaban a él. Fantasmas. Uno, dos, tres, y luego cuatro.

Madeline.

Su padre.

Su madre,

y luego

Danny…

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