DIECISIETE

– El ispettore capo se lo explicará todo.

Farel miró a Harry con fijeza por unos segundos antes de dar media vuelta y acompañar a Pio hasta el maletero del Alfa Romeo. En ese momento Harry se percató de que los policías llevaban guantes quirúrgicos y de que Pio sostenía un objeto en una bolsa de plástico.

Pio lo depositó en el maletero y, tras quitarse los guantes, tomó una libreta y arrancó una especie de formulario que firmó y entregó a Farel. El policía del Vaticano firmó a su vez el impreso y arrancó la primera hoja, que dobló e introdujo en el bolsillo de la chaqueta.

Antes de subir al Opel, Farel se despidió del hombre de la granja con un ademán y lanzó una nueva mirada a Harry. El motor rugió y, con un chirrido de los neumáticos sobre la grava, Farel y el conductor desaparecieron levantando una nube de polvo tras de sí.

– Grazie -dijo Pio al hombre.

– Prego -respondió éste y entró en la casa con los chicos. Pio miró a Harry.

– Son sus hijos. Ellos la encontraron.

– ¿Qué encontraron?

– La pistola.

Pio guió a Harry a la parte posterior del coche y le enseñó lo que había guardado: eran los restos de una pistola dentro de una bolsa transparente. A través del plástico, Harry distinguió la forma de un silenciador pegado a un cañón con el metal chamuscado y la culata derretida.

– Todavía está cargada, señor Addison. Es probable que al volcar el vehículo, saliera volando por la ventana, de lo contrario la munición habría estallado y el arma habría quedado destruida -le explicó Pio.

– ¿Intenta decirme que el arma pertenecía a mi hermano?

– No intento decir nada, señor Addison, excepto que la mayoría de los peregrinos a Asís no llevan pistolas automáticas con silenciador… Para su información, se trata de una Llama quince, automática de cañón pequeño, fabricada en España -Pio cerró el maletero de un golpe.


Pasaron por los maizales en silencio mientras el coche dejaba una estela de polvo en el camino pedregoso. Al llegar a la carretera rural, Pío giró a la izquierda hacia la autostrada.

– ¿Dónde está su socio? -preguntó Harry para romper el silencio.

– En la confirmación de su hijo, se ha tomado el día libre.

– Lo he llamado antes…

– Lo sé. ¿Para qué?

– Para comentarle lo que ocurrió en la funeraria…

Pio siguió conduciendo en silencio esperando a que Harry acabara la frase.

– ¿Es que no lo sabe? -Harry preguntó sorprendido. Estaba seguro de que el incidente había llegado a oídos de Farel y de que éste habría informado a Pio.

– ¿Qué es lo que no sé?

– Estuve en la funeraria y vi los restos de mi hermano. No es él.

Pio volvió la cabeza.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Habrán cometido un error… -dijo encogiéndose de hombros-. Estas cosas ocurren y, dadas las circunstancias, no es de extrañar.

– Los restos son los mismos que identificó el cardenal Marsciano -lo interrumpió Harry.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estaba allí. Me lo aseguró él mismo.

– ¿Marsciano estaba en la funeraria?

– Sí.

Pio parecía sorprendido de verdad. Su reacción bastó para que Harry se decidiera a contarle el resto. En treinta segundos le explicó la historia sobre el lunar de Danny y por qué creía que jamás se lo habría extirpado. También le relató su reunión privada con Marsciano en el despacho de Gasparri y le describió cómo el cardenal había intentado convencerlo de que los restos del ataúd eran los de su hermano y de que más valía que abandonara el país lo antes posible.

Pio frenó en el peaje, guardó el recibo y se adentró en la autostrada en dirección a Roma.

– ¿Está seguro de que no se trata de un error por su parte…?

– No, no es un error -contestó Harry con vehemencia.

– Sus efectos personales se encontraron en el lugar del siniestro…

– Los tengo aquí -Harry palpó el bolsillo de la chaqueta donde guardaba el sobre que le había entregado Gasparri-. El pasaporte, el reloj, las gafas, el documento de identidad del Vaticano…; es posible que todo esto fuera suyo, pero el cuerpo no lo es.

– Y usted cree que el cardenal Marsciano está al corriente de todo.

– Sí.

– Supongo que es consciente de que el cardenal es uno de los hombres más poderosos e influyentes del Vaticano.

– También lo era el cardenal Parma.

Pio estudió a Harry con detenimiento y luego echó un vistazo al espejo retrovisor. A unos trescientos metros detrás de ellos un Renault verde oscuro los seguía desde hacía rato.

– ¿Sabe lo que pensaría yo si estuviera en su lugar? -Pio no apartó los ojos de la carretera-. Me preguntaría si mi hermano sigue con vida, y si es así, dónde está.

Que Danny viviese era una idea que había cruzado la mente de Harry cuando descubrió que los restos del ataúd no eran los de su hermano, pero prefería no pensar en ello. Danny viajaba en el autocar cuando explotó y todos los supervivientes habían sido identificados, por tanto, era imposible que estuviera vivo, del mismo modo que era imposible que Madeline hubiera sobrevivido tantas horas bajo el hielo. Aun así, Harry, con once años y temblando de frío, se había negado a marcharse a casa a cambiarse de ropa mientras la brigada de bomberos no finalizara su labor. A pesar de que Madeline debía de tener más frío que él en esa agua negra y helada, Harry estaba convencido de que continuaba con vida, pero se equivocó; Danny tampoco podía estar vivo. El mero hecho de contemplar dicha posibilidad no sólo resultaba poco realista, sino demasiado doloroso.

– Cualquiera pensaría lo mismo, señor Addison. Cuando cambian las pruebas es natural concebir esperanzas. ¿Y si está vivo? A mí también me gustaría saberlo. ¿Por qué no intentamos averiguarlo? -Pio sonrió, no sin cierta satisfacción, y miró de nuevo por el espejo retrovisor.

Habían llegado a la cima de una colina y detrás de ellos, casi a medio kilómetro de distancia, circulaba un camión cargado de madera. Justo en ese momento un coche adelantó al camión.

El Renault verde.

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