Julia Louise Phelps sonrió al hombre sentado enfrente, en el vagón de primera clase, antes de contemplar por la ventana el paisaje rural que dejaban atrás a medida que se acercaban a la ciudad. Unos kilómetros más adelante, el campo abierto se transformaría en bloques de apartamentos, almacenes y fábricas y, en quince minutos, Julia Phelps, o más bien Thomas Kind, llegaría a Roma, donde tomaría un taxi en la estación hasta el hotel Majestic de Via Venetto y, unos minutos más tarde, se dirigiría al Amalia, la antigua pensión de Via Germánica situada al otro lado del Tíber; un lugar pequeño, acogedor y discreto convenientemente próximo al Vaticano.
En el viaje de Bellagio a Roma sólo había topado con un problema: el joven diseñador a quien conoció en el hidrodeslizador y a quien, al enterarse de que tenía coche y se dirigía a Como, convenció de que lo llevara hasta Milán. Lo que en principio debía haber sido un tranquilo viaje nocturno, de repente se convirtió en una situación insostenible cuando el joven comenzó a bromear sobre la ineptitud de la policía para atrapar a los fugitivos mientras estudiaba a Thomas Kind con demasiada seriedad, y fijándose en la pamela, la ropa y el abundante maquillaje que ocultaba los arañazos de la cara. A continuación el joven comentó burlón que uno de los fugitivos podría haberse disfrazado como él y hacerse pasar por mujer, a fin de escabullirse sin dificultades en las mismas narices de la policía.
Quizás en otra ocasión Thomas Kind habría hecho caso omiso de aquellas palabras, pero no en el estado mental en el que se encontraba en aquel momento. El hecho de que el diseñador fuese un testigo peligroso en potencia carecía de importancia. Lo que lo había impulsado a asesinarlo era el deseo incontenible de matar que lo asaltaba al pensar en el peligro y la satisfacción erótica que le proporcionaba.
Esta sensación que en el pasado resultaba vaga y apenas perceptible había aumentado de intensidad en las dos últimas semanas con el asesinato del cardenal vicario de Roma y los actos que llevó a cabo en Pescara, Bellagio y, por último, en la gruta. ¿A cuántos había matado, uno tras otro en cuestión de horas?
Sentado en el tren, lo apremiaba el ansia de continuar. De pronto se sintió atraído por el hombre sentado enfrente que, aunque le sonreía coqueto, no suponía amenaza alguna para él.
¡Dios santo, debía controlar sus impulsos!
Kind se volvió hacia la ventana. Estaba enfermo, muy enfermo, incluso demente. Pero él era Thomas José Álvarez-Ríos Kind, ¿con quién podía hablar de ello? ¿Dónde podía pedir ayuda sin que lo mandaran a prisión o, peor aún, descubrieran su debilidad y lo rehuyesen el resto de su vida?
«Roma Termini», anunció una voz metálica por el altavoz. El tren aminoró la marcha y los pasajeros se pusieron en pie para recoger el equipaje de la rejilla. Sin embargo, Julia Louise Phelps no bajó su maleta porque el hombre a quien había sonreído lo hizo por ella.
– Gracias -respondió Thomas Kind con acento americano y tono muy femenino.
– Prego -respondió el hombre.
En ese instante se detuvo el tren y, tras intercambiar una sonrisa, partieron en direcciones diferentes.