TREINTA Y NUEVE

Roscani avanzó por la vía, seguido de cerca por Scala y Castelletti. La luz de unos focos inundaba el túnel. Por todas partes había policías uniformados con chalecos antibalas y metralletas. También había funcionarios del metro y el conductor del tren que había estado a punto de atropellar al fugitivo.

– Eran dos. El norteamericano y un hombrecillo con muletas, tal vez enano.

Roscani había atendido la llamada mientras salía de la estación de tren con rumbo a la comisaría. Había llegado tarde, casi una hora después de que los dos hombres hubieran sido vistos. Era la hora punta, se quejó el conductor.

Como temía haber atropellado a los hombres, había detenido el tren y había regresado, pero no había visto nada. Había informado de ello y seguido su camino. No fue sino hasta que se tomó un descanso y vio el rostro de Harry en Il Messaggero que lo asoció con el hombre del túnel.

– ¿Está seguro de que era él? -insistió Roscani.

– El faro del tren sólo lo iluminó por un instante, pero sí, yo diría que era él. Llevaba la cabeza vendada.

– ¿Adonde podrían haber ido? -preguntó Roscani a un funcionario del metro alto y con bigote.

– A cualquier lugar. En esta sección hay muchos túneles viejos que, por una u otra razón, ya no se utilizan.

Roscani vaciló. Habían cerrado las estaciones a ambos extremos de aquel túnel y habían alojado a los pasajeros en autobuses bajo la mirada atenta de un grupo de policías. No obstante, las consecuencias no tardarían en afectar a todo el sistema del metro.

– ¿Hay mapas de estos túneles?

– Sí.

– Consígalos -dijo y luego se dirigió a Scala-. Vaya a la habitación de hotel del señor Addison. Encuentre algo que se haya puesto recientemente, alguna prenda sin lavar. Tráigala cuanto antes.

Scala lo miró a los ojos. Lo había entendido.

– Quiere perros.

– Sí.


Harry avanzaba a paso ligero por la acera. Ya había empezado a sudar debido al calor de julio. Debía alejarse de la zona del café. Distinguía su retrato en los periódicos de todos los quioscos por los que pasaba. No sólo resultaba aterrador sino extraño: como si se hubiese visto transportado a un planeta en el que todos lo buscaban. De pronto se detuvo, sobrecogido por el sonido de su propia voz. Se hallaba delante de una tienda de electrodomésticos. En el escaparate había varias hileras de televisores de diversos tamaños. Y él aparecía en todas las pantallas, sentado en un taburete, con gafas oscuras y la chaqueta deportiva que había dejado en el escondrijo de Hércules. Su voz procedía de un pequeño altavoz situado encima de la puerta de entrada.

«Danny, te pido que vengas… que te entregues… Lo saben todo… Por favor…, hazlo por mí… Ven… por favor…, por favor…»

Luego las pantallas mostraron el interior de un estudio de televisión. Un presentador transmitía las noticias en italiano, sentado a un escritorio. Harry oyó su nombre y el de Danny. A continuación pasaron una grabación de vídeo del asesinato del cardenal vicario de Roma. Policías por todas partes, ambulancias, una toma brevísima de Farel, otra del Mercedes del Santo Padre al alejarse del lugar.

De pronto, Harry cayó en la cuenta de que había otras personas en la acera, mirando las imágenes junto a él. Se volvió y reanudó la marcha, aturdido. ¿De dónde había salido el vídeo? Recordó con vaguedad que le habían puesto un auricular, que alguien le hablaba a través de él. Había repetido lo que le decían, se había percatado de que algo estaba mal y había intentado hacer algo al respecto. Recordó que lo habían golpeado y que todo se había oscurecido. Entonces comprendió qué había sucedido. Lo habían torturado para que revelase el paradero de Danny y, al descubrir que no lo sabía, lo habían obligado a grabar el vídeo y luego lo habían llevado a otro lugar para matarlo.

Bajó del bordillo, esperó a que pasara un coche y cruzó la calle. Por si ver su foto en los periódicos no resultaba bastante duro, su rostro aparecía en todas las pantallas de televisión del país, tal vez incluso del mundo. Dio gracias a Dios por las gafas oscuras: lo más probable era que dificultasen su identificación, al menos un poco.

Delante de él había un pórtico abovedado en una muralla antigua. Le recordó una construcción similar cercana al Vaticano por la que había pasado el chófer de Farel camino de su encuentro con los policías del Vaticano. Se preguntó si se trataba de la misma muralla, y si se hallaba cerca del Vaticano. No conocía Roma; sencillamente había salido de una estación de metro y había echado a andar. Aquello era inútil; ni siquiera sabía si estaba o no caminando en círculos.

Avanzó hacia la larga sombra proyectada por el portal. Por un instante, la sombra y el aire fresco le supusieron un alivio del agobiante calor. Luego alcanzó el otro lado y salió de nuevo a la luz del sol. Entonces, por segunda vez en un lapso breve, se paró en seco.

A poco más de cincuenta metros de distancia había un enjambre de coches patrulla. Policías montados mantenían a raya a una multitud. A un lado había varias ambulancias y vehículos de los medios de comunicación, incluidas dos furgonetas con antenas de satélite.

La gente empezaba a correr hacia el lugar para enterarse de qué sucedía. Él retrocedió, intentando orientarse. No lo logró. Lo único que vio fue una serie de calles que convergían: Via La Spezia, Via Sannio, Via Magna Grecia y Via Appia Nuova, donde se hallaba.

– ¿Qué ocurre, padre? -El acento era el de un muchacho joven de Nueva York.

Harry se sobresaltó. Un adolescente con una camiseta que decía END OF THE DEAD sobre un personaje parecido a Jerry García se había acercado a él junto con su novia de cara redonda. Ambos observaban con curiosidad la agitación al final de la calle.

– No lo sé, lo siento -respondió. Luego se volvió y empezó a desandar el camino. Sabía muy bien qué ocurría. La policía estaba buscándolo.

Con el corazón latiéndole con fuerza, aceleró el paso. Al otro lado de la calle, a su izquierda, había una amplia zona ajardinada y, detrás, una iglesia grande y al parecer muy vieja.

Cruzó la calle aprisa y atravesó la plaza en dirección al edificio. Mientras, pasaron junto a él dos coches patrulla a toda velocidad, haciendo sonar sus sirenas.

Delante estaba la iglesia. Enorme, antigua, tentadora: un lugar donde refugiarse del tumulto que tenía detrás. En las escalinatas había decenas de personas con apariencia de turistas. Algunos estaban vueltos hacia donde él se encontraba, interesados en lo que ocurría. Otros se sentían más atraídos por la propia iglesia. Aquello era una ciudad, ¿qué otra cosa cabía esperar? Había gente por todas partes. Debía arriesgarse, al menos por unos momentos, y perderse entre el gentío con la esperanza de que no lo reconocieran.

Atravesó el patio adoquinado, subió los escalones y se confundió entre la multitud. La gente apenas le prestó atención mientras se abría paso y entraba por una gran puerta de bronce.

En el interior, y a pesar de la gente, reinaba el silencio. Harry se detuvo junto a otros visitantes, fingiéndose un sacerdote turista maravillado por el espectáculo. La nave central medía unos quince metros de ancho y noventa de largo. Encima de él, el techo dorado y ornamentado se alzaba veinticinco metros o más sobre el pulido suelo de mármol. Unos ventanales muy altos dejaban pasar espectaculares rayos de sol. A lo largo de las paredes, unas estatuillas y frescos rodeaban doce enormes esculturas de los apóstoles. Al parecer, el refugio de Harry no era una iglesia cualquiera, sino una gran catedral.

A su izquierda, un grupo de turistas australianos avanzaba pegado a la pared hacia el enorme altar del fondo. Se unió a ellos con discreción, caminando despacio, admirando las obras de arte, actuando con curiosidad, como todos los demás. Hasta entonces sólo había notado que una persona lo miraba, una anciana que parecía más interesada en el vendaje de su frente que en él.

Por lo pronto estaba a salvo. Asustado, confundido, exhausto, se dejó llevar, sintiendo el aliento de los siglos y preguntándose quiénes habían pasado por allí y bajo qué circunstancias.

Se detuvo y vio que ya habían llegado al altar. Varios australianos se separaron del grupo para santiguarse y arrodillarse en los bancos, agachando la cabeza para rezar.

Harry los imitó. Mientras lo hacía, lo embargó un torrente de emoción. Los ojos se le empañaron en lágrimas, y tuvo que contener el impulso para no romper a llorar. Nunca antes se había sentido tan perdido, asustado y solo como entonces. No sabía adónde ir ni qué hacer a continuación.

De manera irracional, deseó con toda el alma haberse quedado con Hércules.

Aún arrodillado, Harry echó un vistazo por encima del hombro. Su grupo australiano se marchaba, pero llegaban otras personas. Y, con ellos, dos guardias de seguridad que vigilaban a la gente. Llevaban camisas blancas con charreteras y pantalones oscuros. Resultaba difícil distinguirlo a lo lejos, pero al parecer llevaban transmisores en el cinturón.

Harry se volvió. «Quédate donde estás -se dijo-. No se acercarán a menos que les des motivos para ello. Tómate tu tiempo. Piensa con calma. Adonde ir a continuación. Qué hacer. ¡Piensa!»

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