NOVENTA

Roma, Ambasciata della Reppública Popolare Cinese in Italia (embajada de la República Popular China), todavía martes 14 de julio, 14.30 h

La limusina negra enfiló Via Bruxelles y pasó por delante del muro del siglo XIX que rodeaba el viejo Parco di Villa Grazioli, que estaba fraccionado en edificios de apartamentos y grandes residencias privadas.

La limusina aminoró la marcha al aproximarse a un coche blindado de carabinieri apostado al otro lado de la calle. Unos metros más adelante había un segundo vehículo y, en medio, se encontraba el número 56. La limusina entró y se detuvo ante una verja verde. Después de unos segundos, ésta se abrió y volvió a cerrarse detrás del vehículo.

Un instante después, el embajador de Estados Unidos en Italia, Leighton Merriweather Fox, ascendió por la escalera del edificio de mármol y ladrillo beige de cuatro pisos de la embajada de la República Popular China. Junto a él se encontraban Nicholas Reid, viceembajador, Harmon Alley, consejero de Asuntos Políticos y el primer secretario de Alley, James Eaton.

En el interior se respiraba un ambiente sombrío. Eaton vio que Fox hacía una reverencia al embajador chino en Italia, Jiang Youmei, y le estrechaba la mano. Nicholas Reid hizo lo propio con el ministro de Asuntos Exteriores Zhou Yi, mientras Harmon Alley esperaba a que lo presentaran al viceministro de Asuntos Exteriores Dai Rui.

El tema de discusión en todos los rincones de la gran sala verde y dorada era el mismo, la catástrofe de Hefei, donde la cifra de muertos a causa del agua contaminada ascendía a sesenta y dos mil e iba en aumento.

Las autoridades sanitarias no sabían predecir cuándo acabaría la pesadilla ni cuál sería el recuento final de víctimas. ¿Setenta mil, ochenta mil? Nadie lo sabía. Se había ordenado el cierre de las plantas depuradoras, y el agua potable se transportaba en camiones, trenes y aviones, pero el daño ya estaba hecho. El ejército chino había entrado en escena pero era incapaz de hacerse cargo de tantas víctimas y, a pesar de los esfuerzos por parte de Pekín de controlar a la prensa, el mundo entero sabía qué estaba ocurriendo.

Leighton Merriweather Fox y Nicholas Reid deseaban ofrecer tanto sus condolencias como su ayuda, mientras que Harmon Alley y James Eaton estaban allí para evaluar las consecuencias políticas de la situación. La escena se repetía en el mundo entero: altos cargos diplomáticos visitaban las embajadas chinas en sus respectivos países para ofrecer ayuda y calcular las implicaciones políticas del desastre. Se especulaba sobre los efectos de la tragedia: ¿podría Pekín proteger a su pueblo, o las provincias decidirían prescindir de la ayuda de la capital ante la amenaza de un agua capaz de envenenar a miles de personas de un plumazo? Los Gobiernos extranjeros eran conscientes de que Pekín se hallaba al borde del precipicio, pues aunque el Gobierno controlara la situación de Hefei, si se repitiese un caso similar en el futuro, la tragedia cobraría tales dimensiones que la República Popular se enfrentaría a la desintegración total. Todos los países sabían que éste era el gran temor de China, y de repente el agua se había convertido en su gran debilidad.

Más allá de la tragedia humana, la preocupación política era el verdadero motivo por el cual los diplomáticos se habían reunido en el número 56 de la Via Bruxelles y en las embajadas de China en todo el mundo. Con una reverencia, Eaton tomó la taza de té que le ofrecía en una bandeja una joven china vestida con chaqueta gris y cruzó la sala, deteniéndose de vez en cuando para estrechar la mano de alguien conocido. Como primer secretario de Asuntos Políticos, su presencia allí no se debía tanto a su deseo de ofrecer el pésame a los chinos como al de averiguar quién más se encontraba en la embajada con el mismo propósito que él. Mientras Eaton charlaba amigablemente con el consejero de Asuntos Exteriores de la embajada francesa, se oyó un murmullo en la entrada principal y ambos se volvieron.

A Eaton no le sorprendió lo que vio: el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Umberto Palestrina, vestido con un sencillo hábito negro y alzacuello blanco, llegó acompañado de los otros tres miembros de la aristocracia de la Santa Sede -el cardenal Joseph Matadi, monseñor Fabio Capizzi y el cardenal Nicola Marsciano-, quienes llevaban la vestimenta propia de sus cargos.

Las conversaciones cesaron casi de inmediato y los diplomáticos cedieron el paso a Palestrina mientras éste se acercaba al embajador de China, le hacía una reverencia y le tomaba la mano como si se tratara del más viejo y querido de sus amigos. No importaba que las relaciones entre Pekín y el Vaticano fueran casi inexistentes; estaban en Roma, y la ciudad representaba a novecientos cincuenta millones de católicos del mundo representados a su vez, en nombre del Santo Padre, por Palestrina y los demás. Se encontraban allí para mostrarle su compasión al pueblo chino.

Eaton se excusó ante el diplomático francés y cruzó la estancia despacio mientras observaba con interés a Palestrina y a los sacerdotes, que conversaban con los chinos. Los siete salieron juntos del salón.

Era la segunda vez que el Vaticano trataba con los diplomáticos más influyentes de China desde el asesinato del cardenal Parma, y James Eaton deseó más que nunca que el padre Addison estuviera allí para explicarle el significado de todo aquello.

Загрузка...