NOVENTA Y UNO

Intentando no perder la cordura y rogando a Dios que le iluminase el camino para detener esa pesadilla, Marsciano entró en el pequeño salón verde y beige y se sentó junto a los otros: Palestrina, el cardenal Matadi, monseñor Capizzi, el embajador Jiang Youmei, Zhou Yi y Dai Rui.

Palestrina, sentado delante de él, en un sillón dorado, hablaba en mandarín con los chinos. Cada parte de su cuerpo, desde la planta de los pies y la mirada de sus ojos hasta sus ademanes grandilocuentes, expresaba una gran compasión y preocupación por la tragedia que estremecía a medio mundo. Palestrina se mostraba sincero y directo, como asegurándoles que él mismo viajaría a Hefei a cuidar de los enfermos si esto fuera posible.

Los chinos agradecieron su interés, pero tanto Marsciano como Palestrina sabían que se trataba de puro formulismo, pues a pesar de su consternación por lo sucedido en Hefei, ante todo eran políticos cuya principal preocupación era el Gobierno y su continuidad, ya que Pekín se encontraba bajo la atenta mirada del mundo entero.

Pero ¿cómo iban a saber o siquiera sospechar que el principal causante de la catástrofe no eran ni la naturaleza ni el anticuado sistema de depuración, sino el gigante de pelo blanco sentado a apenas unos centímetros de distancia y que conversaba con ellos en su propia lengua? ¿O que dos de los tres prelados de alto rango que se encontraban en esa misma sala se habían transformado en las últimas horas en fieles discípulos de Palestrina?

Si Marsciano había albergado alguna esperanza de que, una vez que la pesadilla había comenzado y que el Protocolo de Palestrina había visto la luz, de que monseñor Capizzi o el cardenal Matadi recuperaran el juicio y se opusieran al secretario de Estado, ésta se desvaneció de golpe cuando esa mañana ambos hombres entregaron en persona a Palestrina una carta (que Marsciano se había negado a firmar) en la que respaldaban las acciones del secretario de Estado. Se argumentaba que Roma llevaba años buscando el acercamiento a Pekín, pero el Gobierno chino lo había rechazado y continuaría haciéndolo mientras conservase el poder.

Para Palestrina la postura de Pekín sólo significaba una cosa: los chinos carecían de libertad religiosa y jamás disfrutarían de ella y, por tanto, él se encargaría de otorgársela. El precio carecía de importancia: quienes muriesen se convertirían en mártires.

Era evidente que Capizzi y Matadi compartían su punto de vista. Conseguir el papado era lo único que les importaba y habría sido insensato por su parte rebelarse contra el hombre que podía auparlos a ese puesto. En resumidas cuentas, las vidas humanas constituían un simple medio para alcanzar un fin, y por muy terrible que fuera la situación, ésta empeoraría en el futuro porque todavía quedaban dos lagos por envenenar.

– Les ruego que me disculpen. -Consciente de lo que iba a ocurrir y asqueado por la hipocresía e inmoralidad desplegadas en la sala, Marsciano, incapaz de participar en ellas un minuto más, se puso en pie.

Desconcertado, Palestrina levantó la vista y le dirigió una mirada de sorpresa:

– ¿Se encuentra mal, Eminencia?

Al ver la reacción de Palestrina, Marsciano se percató de cuánto había enloquecido el secretario; interpretaba tan bien su papel que llegaba a creerse sus propias palabras. Era un genio del autoengaño.

– ¿Se encuentra usted mal? -repitió Palestrina.

– Sí… -respondió Marsciano con un hilo de voz mientras sostenía la mirada de Palestrina, dejando claro el desprecio que sentía por él sin que el resto de los presentes lo advirtiera. A continuación, el cardenal dio media vuelta e hizo una reverencia a los chinos.

– Toda Roma reza por China -dijo, y cruzó la puerta consciente de la mirada vigilante de Palestrina.

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