Harry se tambaleaba en la oscuridad. Aún le dolía la cabeza. Avanzaba apoyando la espalda en el áspero muro del túnel, con el brazo bueno extendido intentando encontrar la gran puerta de Hércules. Debía escapar antes de que llegase el enano. Quién sabe a quién llevaría consigo al volver. ¿Amigos? ¿La policía? ¿Qué significaban 60.000 dólares para una criatura como él?
¿Dónde estaba la puerta? Era imposible que se hallara tan lejos. ¿La habría pasado de largo en la oscuridad?
Se detuvo. Aguzó el oído, esperando que el traqueteo lejano de un metro le proporcionase un indicio de dónde se encontraba.
Silencio.
Vestirse, recoger las cosas de Danny y salir de la guarida de Hércules había consumido casi todas sus fuerzas. No sabía qué haría cuando lograse evadirse del todo, pero cualquier cosa era mejor que permanecer allí, sujeto a los planes del enano.
La oscuridad lo envolvía. Entonces lo vio: un diminuto punto de luz a lo lejos. El final del túnel. El alivio que sintió lo hizo estremecer. Se apoyó de nuevo en la pared y empezó a avanzar hacia aquel punto. La luz se hizo más intensa y él aceleró el paso. Tocó algo duro con el pie. Se detuvo, y se agachó para tocarlo. Acero. Era un raíl. Miró hacia atrás. La luz estaba más cerca. Le recordó la máquina de tortura que habían empleado sus captores. No podía ser la misma. ¿Dónde estaba? ¿Acaso nunca había salido de allí?
Luego sintió un temblor de tierra bajo los pies. La luz avanzaba a toda velocidad hacia él. ¡Entonces lo supo! Se hallaba en el túnel del metro. La luz cada vez más cercana era la de un tren. Dio media vuelta y echó a correr hacia el punto de partida. La intensidad de la luz aumentaba. Su pie izquierdo resbaló en el raíl y a punto estuvo de caer. Oyó el sonido agudo del pitido del tren, y luego el chirrido del acero cuando el conductor pisó a fondo el freno.
De pronto, unas manos ásperas lo agarraron y lanzaron contra la pared del túnel. Vio las luces del interior de los vagones pasar a escasos centímetros de distancia, y las caras estupefactas de los pasajeros. El tren se detuvo por completo cincuenta metros más allá.
– ¿Está loco?
Hércules lo sujetaba con fuerza.
Oyeron unos gritos. Los conductores del metro se habían apeado del vagón y avanzaban hacia ellos linterna en mano.
– Por aquí.
Hércules lo empujó hacia un túnel lateral estrecho. Unos instantes después le señaló una escalerilla y trepó por ella, con las muletas colgando de un brazo, como un artista circense.
Detrás de ellos se oían los gritos y llamadas de los hombres del tren. Hércules le lanzó una mirada de ira y lo empujó hacia otro túnel estrecho lleno de cables y equipos de ventilación.
Avanzaron por ese camino, Harry delante y Hércules pisándole los talones, durante casi un kilómetro. Al final se detuvieron bajo la luz de una boca de ventilación. Durante un rato largo Hércules guardó silencio, escuchando con atención; luego, satisfecho al comprobar que no los habían seguido, se dirigió a Harry.
– Informarán de esto a la policía. Vendrán y buscarán en los túneles. Si encuentran mi guarida, sabrán que usted ha estado allí. Y no tendré dónde vivir.
– Lo siento…
– Al menos sabemos dos cosas: que está lo bastante bien como para caminar, incluso para correr, y que ya no está ciego.
En efecto, Harry veía. No había tenido tiempo para pensar en ello. Había estado a oscuras. Luego había visto la luz del tren y los pasajeros de su interior. Y no con un ojo, sino con los dos.
– De modo -dijo Hércules- que ya es libre. -Tomó un pequeño paquete que llevaba al hombro y se lo entregó a Harry-. Ábralo.
Harry lo miró, luego lo desenvolvió: pantalones negros, camisa negra, chaqueta negra y el alzacuello de un sacerdote, todo gastado pero utilizable.
– Se convertirá en su hermano, ¿eh?
Harry lo miró con incredulidad.
– Bueno, tal vez no en su hermano, pero sí en un sacerdote. ¿Por qué no? Está empezando a crecerle la barba, su apariencia cambia… En una ciudad llena de curas, ¿qué mejor manera de ocultarse que…? En los bolsillos de los pantalones hay unos cuantos cientos de miles de liras. No demasiado, pero lo suficiente para apañárselas hasta que se le ocurra qué hacer.
– ¿Por qué? -preguntó Harry-. Podría haberme entregado a la policía y cobrado la recompensa.
– ¿Está vivo su hermano?
– No lo sé.
– ¿Mató él al cardenal vicario?
– No lo sé.
– ¿Ya ve? Si lo hubiese entregado a las autoridades, usted no habría sabido responder a estas preguntas. ¿Vive su hermano? ¿Es un asesino? ¿Cómo va a saberlo si no lo averigua? Por no mencionar que a usted mismo lo buscan por el asesinato de un policía. La situación es el doble de interesante, ¿eh?
– Usted habría conseguido suficiente dinero para vivir durante una buena temporada.
– Pero tendría que haberlo recibido de la policía, y yo no puedo acudir a la policía, señor Harry, porque también soy un asesino… Y si encargase a alguien que lo hiciese por mí, ofreciéndole parte de la pasta, se largaría con ella y nunca volvería a verlo… Usted estaría en prisión, y mi situación sería la misma… ¿De qué serviría?
– Entonces… ¿por qué?
– ¿Por qué lo ayudo?
– Sí.
– Para dejarlo libre, señor Harry, y ver qué hace, hasta dónde lo llevan su ingenio y su valentía; si es lo bastante bueno para sobrevivir, para encontrar respuestas a sus preguntas, para probar su inocencia.
Harry lo estudió con cuidado.
– No es la única razón, ¿verdad?
Hércules se apoyó en sus muletas y, por primera vez, Harry vio tristeza en sus ojos.
– El hombre al que maté era rico y estaba borracho. Intentó aplastarme la cabeza con un ladrillo por mi aspecto. Tuve que hacer algo y lo hice. Usted es un hombre bien parecido e inteligente. Si aprovecha sus cualidades, quizá tenga una oportunidad… Yo no tengo ninguna. Soy un enano horrible y un asesino, condenado de por vida a vivir bajo las calles… Si gana su partida, señor Harry, tal vez se acuerde de mí y regrese…, tal vez utilice su dinero y lo que sabe para ayudarme… Si para entonces sigo con vida, cualquier gitano sabrá dónde encontrarme.
A Harry lo invadió un sentimiento de compasión y afecto verdadero, como si se hallase ante un ser humano extraordinario. Ladeó la cabeza, sonriendo por lo irónico de la situación. Una semana antes estaba en Nueva York en viaje de negocios, era uno de los abogados del mundo del espectáculo más jóvenes y prósperos. Su vida parecía de ensueño. Estaba en la cima del mundo, y todo indicaba que ascendería aun más. Siete días más tarde, tras un golpe de fortuna inimaginable, se encontraba vendado y sucio en un estrecho pozo de ventilación bajo el metro de Roma…, buscado por el asesinato de un policía italiano.
Era una pesadilla difícil de creer y, sin embargo, del todo real. Y, en medio de todo ello, un hombre maltratado por la vida, con escasas o nulas esperanzas de volver a ser libre, un enano tullido que lo había salvado y cuidado, apoyado en sus muletas a unos centímetros de distancia, en un profundo claroscuro de luz, le pedía que lo ayudara. Un día en el futuro, si se acordaba.
Con esta sencilla petición, Hércules le había mostrado una bondad que Harry ni siquiera sabía que existía, asegurándole con suavidad que creía que una persona, si quería, era capaz de servirse de lo que había aprendido en la vida para apoyar a otra. Era una petición pura y sincera y la había formulado sin la expectativa de que algún día se hiciese realidad.
– Haré todo lo que pueda -dijo Harry-. Se lo prometo.