CUARENTA Y SIETE

En la fotografía del pasaporte, Harry aparecía con la barba que todavía llevaba. El documento, con las tapas de cartón gastadas como si hubiera viajado con él durante años, había sido emitido en Nueva York. En las páginas interiores había estampados los sellos de entrada al Reino Unido, Francia y Estados Unidos, pero puesto que muchos países europeos ya no sellaban los pasaportes no había más información que revelara el curso de los viajes de su propietario.

El nombre que constaba junto a la fotografía era Jonathan Arthur Roe, nacido el 18 de septiembre de 1965 en Nueva York, Estados Unidos.

Al lado del pasaporte, había sobre la mesa un permiso de conducir del distrito de Columbia y un carné de la Universidad de Georgetown. Ambos documentos llevaban su fotografía, y el domicilio registrado en ellos era Edificio Mulledy, Universidad de Georgetown, Washington DC.

Las tres fotografías eran diferentes; Harry aparecía con una u otra camisa de Eaton o su jersey, y no se notaba que se hubieran tomado en el mismo lugar -el apartamento- y a la misma hora, el día anterior por la tarde.

– Esto es lo que queda. -Adrianna le alargó un sobre desde el otro lado de la mesa-. Aquí hay dinero, dos millones de liras, unos mil doscientos dólares. Podemos conseguir más si lo necesitas, pero Eaton me ha pedido que te recuerde que los curas no tienen dinero, así que no lo gastes como sueles hacerlo.

Harry la miró antes de abrir el sobre y extraer el contenido del mismo: los dos millones de liras en billetes de cincuenta mil y una hoja de papel con tres párrafos escritos a máquina.

– Ahí te explica quién eres, dónde trabajas, qué haces, todo. Es suficiente para salir del apuro si alguien te pregunta. Memoriza las instrucciones y destrúyelas después.

Harry se había transformado en el padre Jonathan Arthur Roe, jesuita, profesor de Derecho en la Universidad de Georgetown desde 1994, con domicilio en una residencia de jesuitas en el campus de la universidad. Era hijo único y se había criado en Ithaca, Nueva York. Sus padres habían fallecido. El resto de la hoja completaba su historial: escuelas donde había estudiado, lugar y fecha de ingreso en el seminario, una descripción de la Universidad de Georgetown y sus alrededores, la zona de Georgetown en Washington, incluso la vista que ofrecía su dormitorio, desde donde divisaba el río Potomac, pero sólo en otoño e invierno, cuando los árboles estaban desnudos.

En el sobre no había nada más.

– Parece que, como jesuita, he hecho voto de pobreza.

– Quizá por eso no ha incluido una tarjeta de crédito.

– Quizá.

Harry se puso en pie. Eaton había cumplido con su parte del trato, el resto estaba en sus manos.

– Es como una fiesta de disfraces, de repente eres una persona totalmente diferente…

– No tienes otra opción.

Harry estudió a la mujer sentada delante de él con quien, como en el caso de otras muchas mujeres, se había acostado pero a quien apenas conocía. Con excepción de aquel momento en la oscuridad en el que creyó percibir el miedo de Adrianna ante su propia mortalidad -no tanto por el hecho de morir sino por el de dejar de vivir-, Harry se percató de que la conocía mejor de verla en televisión que de hablar con ella.

– ¿Cuántos años tienes, Adrianna? ¿Treinta y cuatro?

– Treinta y siete.

– Bueno, treinta y siete. Dime, si pudieras ser otra persona, ¿quién te gustaría ser? -preguntó muy serio.

– Nunca lo había pensado.

– Vamos, inténtalo. ¿Quién?

Adrianna cruzó los brazos:

– No querría ser nadie más, me gusta ser quien soy y lo que hago, y he trabajado mucho para conseguirlo.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿No te gustaría ser madre, esposa?

– ¿Estás loco? -Soltó una carcajada divertida pero defensiva al mismo tiempo, como si Harry hubiera tocado una fibra que ella no deseaba que tocara.

Harry la presionó, tal vez demasiado, pero por algún motivo quería saber más acerca de ella.

– Muchas mujeres compaginan su carrera profesional con una vida familiar…

– Yo no -respondió Adrianna con firmeza, poniéndose más seria-. Ya te lo dije la primera vez, me gusta follar con extraños, y ¿sabes por qué? No sólo por la emoción sino por la independencia, y para mí, esto es lo más importante, porque me permite realizar mi trabajo lo mejor que sé y llegar al meollo de la noticia… ¿Crees que si fuera madre me dedicaría a cubrir una guerra civil en medio del fuego de la artillería? ¿O que me arriesgaría a pasar el resto de mi vida en prisión por proporcionar documentos falsos a uno de los hombres más buscados del país? No, yo no sería capaz de hacerle esto a mis hijos… Soy un alma solitaria, y me gusta… Gano dinero y me acuesto con quien quiero, viajo a lugares con los que tú ni sueñas y trato a personas que resultan inaccesibles incluso para los grandes dirigentes… Es como una droga, y la adrenalina me da las agallas para cubrir la historia como solía hacerse, aunque ahora sólo yo lo hago así… ¿Es una actitud egoísta? Tal vez…, pero soy así, y si sucede algo y pierdo la partida, la única perjudicada seré yo…

– ¿Qué ocurrirá cuando tengas setenta años?

– Pregúntamelo entonces.

Harry entendía por qué tenía la impresión de conocerla mejor en la televisión que en la vida real. Su vida y su intimidad estaban en la pantalla; ésa era ella, todo lo que quería ser, y se le daba muy bien. Una semana antes habría dicho lo mismo que Adrianna, que lo más importante para él era la libertad, porque le permitía a uno correr riesgos, confiar en su habilidad y jugarse el todo por el todo. Si uno perdía, perdía. Pero ya no estaba tan seguro, quizá porque ya no disfrutaba de libertad. Quizá la libertad tenía un precio, y él jamás lo había sabido. Quizás había algo más, algo que le quedaba por aprender y comprender, algo que descubriría al final del viaje.

– ¿Adonde tengo que ir ahora? -preguntó sin más-. ¿Con quién me comunicaré, contigo o con Eaton?

– Conmigo. -Adrianna abrió el bolso y extrajo un pequeño teléfono móvil-. Estoy siempre al corriente de los avances de la policía y hago más de cien llamadas al día, así que una más no levantará las sospechas de nadie.

– ¿Qué hay de Eaton?

– Cuando llegue el momento me pondré en contacto con él… -Adrianna titubeó por un segundo y ladeó un poco la cabeza, como hacía en televisión cuando estaba a punto de explicar algo-. Harry, nunca has oído hablar de James Eaton ni él de ti, excepto por lo que ha leído en los periódicos o visto en televisión; tampoco me conoces a mí, aparte de aquella vez que nos vieron juntos en el hotel cuando intentaba obtener una declaración tuya.

– ¿Y qué sucede con todo esto? -inquirió Harry extendiendo sobre la mesa el pasaporte falso, el carné de la universidad y el permiso de conducir-. ¿Qué pasa si meto la pata y caigo en manos del Gruppo Cardinale? ¿Qué se supone que debo decirle a Roscani, que acostumbro a llevar un segundo juego de documentos? Querrá saber de dónde los he sacado.

– Harry, ya eres mayorcito. Intenta no meter la pata. -Adrianna sonrió y le dio un beso en los labios.

Acto seguido se dirigió a la puerta y se volvió para advertirle que no se moviese de allí y que lo llamaría cuando tuviera más noticias.

Harry permaneció de pie, inmóvil, cuando Adrianna cerró la puerta tras de sí. Después posó la vista en los documentos esparcidos sobre la mesa y, por primera vez en su vida, deseó haber tomado clases de teatro.

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