CIENTO VEINTIOCHO

El Vaticano, torre de San Giovanni, a la misma hora

El cardenal Marsciano estaba sentado en una silla con la mirada clavada en la pantalla silenciosa del televisor. En esos momentos retransmitían un anuncio con dibujos animados pero, fuera cual fuere el producto que vendían, no captó su atención.

Al otro lado de la habitación se encontraba la bolsita de terciopelo que había dejado Palestrina. Su contenido no hacía más que confirmar el estado de enajenación en el que se había sumido Palestrina. Incapaz de mirarlo, menos aún de tocarlo, Marsciano había pedido que se lo llevaran de ahí, pero Antón Pilger se había negado diciendo que nada debía entrar ni salir del cuarto sin órdenes expresas de Palestrina y, tras asegurar que lo sentía, cerró la puerta con llave.

De pronto apareció en la pantalla un gráfico estadístico superpuesto a un mapa de China en el que resaltaban las ciudades de Wuxi y Hefei.


A las 22.20 hora de Pekín:

Wuxi, China – Número de fallecidos: 1.700

Hefei, China – Número de fallecidos: 87.553


A continuación se mostraba una vista de la plaza de Tiananmen de Pekín.

Marsciano tomó el mando a distancia.

¡Clic!

La imagen cobró sonido. El corresponsal hablaba en italiano: en esos momentos se esperaba un comunicado oficial sobre las catástrofes de Hefei y Wuxi. Según los rumores, se anunciaría la reconstrucción inmediata de la infraestructura de suministro de agua y energía del país.

¡Clic!

El corresponsal continuó hablando en silencio. Marsciano dejó el mando a un lado. Palestrina había ganado, pero aun así continuaría con sus planes para el tercer lago. ¿Por qué?

Después de ver lo ocurrido hasta la fecha y consciente de lo que faltaba por ocurrir, cerró los ojos y deseó que el padre Daniel hubiera muerto en la explosión para que no hubiera conocido el horror causado por la debilidad de Marsciano y su pasividad ante Palestrina; deseó que hubiera muerto en lugar de que lo mataran los esbirros de Farel cuando acudiera en su busca.

Marsciano desvió la mirada de las imágenes crueles de la televisión y miró en torno a sí. Los primeros rayos de sol de la tarde atravesaron la puerta de cristal. En los últimos días, aparte del sueño y la oración, la puerta había representado su único consuelo, pues desde ella gozaba de una vista privilegiada de los bucólicos y bellos jardines del Vaticano.

El cardenal se acercó al ventanal, descorrió las cortinas y contempló el claroscuro que proyectaba la luz al filtrarse entre las copas de los árboles. En un instante se apartaría de la ventana para arrodillarse al lado de la cama y rogar a Dios, tal como había hecho en los últimos días, que le perdonara por el terror que había ayudado a causar.

Pensando en sus oraciones, Marsciano se disponía a dar media vuelta cuando de repente la belleza del paisaje se desvaneció ante sus ojos al contemplar una imagen familiar que había visto cientos de veces pero que jamás le había inspirado la repulsión que sentía en ese instante.

Dos hombres paseaban por el sendero de grava en dirección a la torre; uno era enorme y vestía de negro, el de más edad y menor estatura iba de blanco. El primero era Palestrina, mientras que el otro, el hombre de blanco, era el Santo Padre, Giacomo Pecci, el papa León XIV.

Durante el paseo, Palestrina conversaba animado y gesticulaba con energía, como si el mundo fuera un lugar feliz. Mientras tanto, el Papa caminaba a su lado, embelesado por su carisma. Confiaba por completo en su subordinado y, por esto mismo, era incapaz de ver la verdad.

Cuando se acercaron a la torre, Marsciano sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Por primera vez, y con profundo espanto, descubrió quién era en realidad ese scugnizzo -término que empleaba Palestrina para referirse a sí mismo-, ese golfillo de las calles de Nápoles.

Más que el político respetado y estimado; más que el segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica; más que un ser corrupto, loco y paranoico, artífice de una de las masacres más atroces de la historia de la humanidad, el gigante sonriente de mejillas sonrosadas que paseaba por los jardines del Edén en compañía del Santo Padre no era otro que la oscuridad absoluta, la viva encarnación del demonio.

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