Roscani estaba tumbado en la hierba. El primer hombre de negro yacía de espaldas, gimiendo, a quince metros de distancia; el segundo estaba tendido boca abajo, a menos de diez metros de Roscani, con los ojos abiertos pero sin vida; un hilo de sangre manaba de un agujero entre ceja y ceja.
Roscani rodó por el césped y miró colina abajo, hacia donde Harry había levantado a Hércules en brazos. Sólo veía una humareda que en lugar de disiparse se tornaba cada vez más densa. Levantándose con cautela, echó un vistazo alrededor por si había más hombres de Farel y luego se acercó al cadáver que tenía delante. Tomó su pistola, la deslizó en su cinturón, y se dirigió hacia el que se lamentaba.
– ¡Danny! ¿Dónde estáis? -La voz ansiosa de Harry sonó por la línea abierta del teléfono.
– Cerca de la estación.
– Subid a la locomotora. Estoy con Hércules, le han pegado un tiro.
Elena se detuvo junto a una hilera de árboles al otro lado del ayuntamiento del Vaticano. Enfrente se hallaba la estación y, a la derecha, se distinguía parte del vagón de mercancías. Se oyó un silbato y una locomotora verde, cubierta de grasa, apareció traqueteando ante su vista. Un hombre de cabello cano salió de la estación con un portapapeles en la mano. Se detuvo en la vía para anotar el número de la máquina y luego subió a bordo.
– No sé si Hércules saldrá de ésta.
Elena miró a Danny; el miedo y la desesperación se traslucían en la voz de Harry.
– Danny -habló de nuevo Harry-, Marsciano ha desaparecido.
– ¿Qué?
– No sé adónde ha ido, se ha marchado solo.
– ¿Dónde estabas cuando se fue?
– Cerca de Radio Vaticano, junto al Colegio Etíope. Elena…, Hércules necesitará tu ayuda.
Elena se inclinó sobre el teléfono:
– Saldré a tu encuentro, Harry. Ten cuidado…
– Danny…, Roscani está aquí, y también Thomas Kind. Estoy convencido de que sabe lo del tren. Mantén los ojos abiertos.
– ¡Quieto! -ordenó Otello Roscani sujetando la Beretta con ambas manos.
El policía se acercó al hombre de negro tumbado en el suelo con la pierna torcida bajo el cuerpo y los ojos cerrados. Tenía una mano sobre el pecho y la otra debajo del cuerpo; estaba muerto. A lo lejos se oyó el pitido del tren, era el segundo que emitía en los últimos minutos. Roscani se volvió en esa dirección; Harry y Hércules debían de dirigirse hacia allí, quizá Marsciano también, al igual que el padre Daniel y Elena Voso, y lo más probable era que Thomas Kind también.
Roscani se volvió por instinto. El hombre de negro estaba apoyado en el codo y le apuntaba con una automática. Ambos dispararon al mismo tiempo. Roscani sintió un impacto en la pierna derecha, cayó rodando y siguió disparando desde el suelo. No hacía falta: el hombre estaba muerto; le había arrancado la parte superior del cráneo. Roscani hizo una mueca de dolor e intentó incorporarse, pero se desplomó en el suelo profiriendo un grito. Una mancha roja comenzó a extenderse por la parte superior de la pernera, la bala se le había alojado en el muslo.
Un rugido ensordecedor estremeció el edificio.
– Va bene -se oyó en la radio de Farel.
Farel asintió y dos guardias suizos con fusiles automáticos abrieron la puerta de la azotea. Primero salieron los guardias y a continuación Farel, que sujetaba al Santo Padre por el brazo, guiando los pasos del anciano.
En el tejado había otra docena de guardias suizos bien armados. El grupo se dirigió al helicóptero del ejército italiano que guardaba el equilibrio en el borde del tejado; dos oficiales del ejército, acompañados por dos hombres de Farel, les abrieron la puerta.
– ¿Dónde está Palestrina? -preguntó el Papa mirando en torno a sí, como si esperara que el secretario de Estado le aguardara para subir al helicóptero.
– Me mandó decirle que se reuniría con usted más tarde, Su Santidad -mintió Farel. No tenía la menor idea de dónde se hallaba Palestrina, ni había hablado con él en la última media hora.
– No.
El Papa se detuvo de golpe frente a la puerta abierta del helicóptero, con los ojos clavados en el policía.
– No -repitió-. No se reunirá conmigo, lo sé, y él también lo sabe.
Giacomo Pecci, el papa León XIV, dio la espalda a Farel y dejó que los hombres de la Vigilanza lo ayudaran a subir al helicóptero. Lo siguieron éstos y los oficiales del ejército. La puerta se cerró y Farel se echó atrás haciendo señas al piloto para que despegara.
Farel y los guardias suizos se apartaron mientras la máquina se elevaba con un estruendoso rugido, produciendo una ráfaga de viento. Diez segundos después, había desaparecido.