– Gracias, amigo -dijo en inglés Thomas Kind.
Después colgó y dejó el teléfono móvil sobre el asiento contiguo. Chen Yin había llamado dentro del margen de tiempo previsto, y las noticias eran las esperadas. Li Wen tenía los documentos y se dirigía a casa. No se había establecido contacto visual. Chen Yin era bueno, serio. Además había encontrado a Li Wen, cosa nada fácil: descubrir al peón perfecto, con todas las habilidades y razones para hacer lo que se le pidiera, y a quien, sin embargo, si las circunstancias lo exigían, era posible descartar o, sencillamente, liquidar en cualquier momento.
A Chen Yin se le había pagado una parte en concepto de adelanto y, en cuanto terminara su trabajo, se le abonaría el resto de lo que se le debía. Luego, ambos desaparecerían: Li Wen, porque dejaría de ser útil y no querían dejar rastros que condujesen a ellos; Chen Yin, porque le convendría abandonar el país durante un tiempo y porque, de todos modos, su dinero estaba depositado fuera de China, en la sucursal de la Union Square del banco Wells Fargo, en el centro de San Francisco.
En algún lugar cantó un gallo, y el sonido devolvió de inmediato a Thomas Kind a la tarea que tenía entre manos. Ante él, a la luz del alba, veía la casa. Se hallaba detrás de la carretera y de una muralla de piedra. Una capa de niebla flotaba sobre los campos arados de enfrente.
Podía haber entrado al llegar, unos minutos después de la medianoche. Podía haber cortado la electricidad, y las gafas de visión nocturna le habrían dado ventaja. Pero, aun así, habría tenido que matar en la oscuridad, y enfrentarse a tres hombres en una casa que no conocía.
De modo que había decidido aguardar, y había aparcado el Mercedes de alquiler en un callejón sin salida a un kilómetro y medio de distancia. Allí se había cambiado de ropa, había revisado sus armas a oscuras -dos pistolas automáticas Walther de nueve milímetros, con recámaras de treinta balas-, y luego se había recostado a descansar, pensando en el desafortunado incidente de Pescara, cuando Ettore Caputo, dueño del Servizio Ambulanza Pescara, y su mujer, se habían negado a hablar con él acerca de la ambulancia Iveco que la noche del sábado había salido del hospital de Santa Cecilia con destino desconocido. Ambos eran demasiado tercos. La pareja no quería hablar. Thomas Kind estaba decidido a obtener respuestas y no se marcharía sin ellas. Sus preguntas eran muy sencillas: ¿quiénes iban en la ambulancia? y ¿adonde habían ido?
Ettore sólo se mostró dispuesto a hablar cuando Kind apuntó con una Magnum Derringer 44 a la frente de la señora Caputo. No tenía idea de quién o quiénes eran los pacientes. El conductor era un hombre llamado Luca Fanari, ex carabiniere y conductor de ambulancia que trabajaba para él de vez en cuando. Luca había alquilado el vehículo unos días antes y por un tiempo indefinido. No sabía adonde había ido con ella.
Thomas Kind apretó la Derringer con un poco más de firmeza contra la cabeza de la señora Caputo y preguntó de nuevo.
– ¡Por Dios Santo, llama a la mujer de Fanari! -había gritado la señora.
Noventa segundos más tarde, Caputo colgaba el auricular. La esposa de Luca Fanari le había proporcionado el número de teléfono y una dirección donde localizar a su marido, advirtiéndole que no debía dárselos a nadie, bajo ninguna circunstancia.
Luca Fanari, aseguró Caputo, había llevado a su paciente al norte, a una casa en las afueras de Cortona.
Los primeros rayos de sol atravesaban el cielo cuando Thomas Kind saltó sobre el muro y se aproximó a la casa por detrás. Llevaba guantes ajustados, téjanos de color gris metálico, un jersey oscuro y zapatillas deportivas negras. Sostenía una de las automáticas en la mano, la otra colgaba de una correa ceñida al hombro. Ambas tenían acoplados sendos silenciadores.
Frente a él vio la ambulancia Iveco de color crema, estacionada cerca de la puerta lateral. Cinco minutos más tarde había revisado toda la casa. Estaba vacía.