TREINTA Y OCHO

Viernes, 10 de julio, 9.50 h

Harry Addison salió del metro al radiante sol de julio en la estación de Manzoni. Llevaba puesto el disfraz que le había dado Hércules y ofrecía el aspecto, supuso, de un sacerdote que había pasado una mala noche: una barba de tres días, un vendaje en la sien izquierda y otro alrededor de los dedos pulgar, índice y medio de la mano izquierda.

Regresó a la cruda realidad cuando vio su foto, al lado de la de Danny, en las portadas de IL Messaggero y La Reppública, periódicos en italiano alineados a ambos lados de un quiosco cerca de la estación. Dio media vuelta y se alejó.

Lo primero que debía hacer era limpiarse para no llamar la atención de la gente. Delante de él, dos calles convergían en un pequeño café en la esquina. Entró en él, esperando encontrar un servicio donde lavarse la cara y las manos, y humedecerse el pelo para, al menos, estar presentable.

En el interior había una docena de personas, y ni una sola levantó la vista cuando entró. El único camarero se hallaba ante la máquina de café, de espaldas a la sala. Harry pasó junto a él, suponiendo que el lavabo, si lo había, estaría al fondo. Así era, pero había alguien dentro y tuvo que esperar. Se apoyó en la pared junto a una ventana, intentando pensar qué haría a continuación. Mientras meditaba, dos sacerdotes pasaron por la calle. Uno de ellos era calvo, y el otro llevaba una boina negra inclinada hacia delante y hacia un lado como un artista parisino de los años veinte. Tal vez era la costumbre, tal vez no, pero, si un cura la llevaba así, ¿por qué no dos?

La puerta del lavabo se abrió de golpe y del interior salió un hombre. Observó por un instante a Harry como si lo reconociera y luego continuó andando hacia el café.

– Buon giorno, padre -saludó al pasar.

– Buon giorno -respondió Harry y entró en el baño, cerrando la puerta tras de sí. Después de echar un frágil pestillo, se volvió hacia el espejo.

Lo que vio lo dejó estupefacto. Tenía el rostro demacrado, la piel pálida y la barba mucho más crecida de lo que había supuesto. Había salido de Los Ángeles en buena forma: pesaba ochenta y seis kilogramos y medía casi un metro noventa. Estaba seguro de que había perdido una cantidad considerable de peso. No sabía cuánto, pero bajo el negro atuendo de sacerdote se veía delgado en extremo. La pérdida de peso y la barba habían cambiado mucho su aspecto.

Se lavó la cara y las manos tan bien como lo permitieron los vendajes, se mojó el pelo y se lo alisó hacia atrás con las palmas. Luego oyó un sonido a sus espaldas y vio moverse el pomo de la puerta.

– Momento -dijo de un modo instintivo y luego se preguntó si ésa era la palabra correcta.

Desde el exterior, a unos golpes impacientes en la puerta siguió una sacudida violenta del pomo. Descorrió el pestillo y la abrió. Se encontró con la mirada enfurecida de una mujer. El hecho de que fuera un sacerdote no causó el menor efecto en ella. Resultaba obvio que lo suyo era urgente. Con un gesto cortés, Harry pasó junto a ella, atravesó el café y salió a la calle.

Dos personas lo habían visto frente a frente; ninguna había dicho nada. Sin embargo, lo habían visto en un local concreto, y más tarde -minutos u horas- quizá verían su imagen en los periódicos y, al recordarlo, darían parte a la policía. Le convenía alejarse cuanto antes del café.

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