SESENTA Y UNO

Roma, 6.30 h

Harry se dirigió al Coliseo con la cabeza gacha, sin reparar en el tráfico matinal de la Via dei Fiori Imperali, que circulaba junto a él. En ese momento, lo fundamental era mantenerse en movimiento. Era la única manera de no perder la escasa cordura que aún le quedaba. Coches. Autobuses. Motos. Rugiendo, yendo de un lado a otro. Toda una sociedad abismada en sus propios asuntos centraba sus pensamientos y emociones de un modo total e inocente en el día que empezaba, como solía hacer él cada día de su vida profesional antes de su viaje a Roma. Era algo tan cómodo y cotidiano como unos viejos zapatos.

Levantarse a las seis, ejercitarse durante una hora en el gimnasio contiguo a su dormitorio, ducharse, desayunar con clientes efectivos o potenciales, y encaminarse al despacho, con el móvil siempre a mano, incluso en la ducha. Como ahora: llevaba el móvil allí mismo, en el bolsillo. Sólo que no era lo mismo. El teléfono móvil estaba allí, pero no se atrevía a usarlo. Podían seguir el rastro de la llamada, y toda la zona se encontraría cercada por la policía en un santiamén.

De pronto pasó del sol más ardiente a la sombra más profunda. Levantó la vista y advirtió que se hallaba bajo la sombra del Coliseo. Casi con la misma rapidez, sus ojos captaron un movimiento en la oscuridad, y se detuvo. Una mujer con un vestido harapiento miraba desde la base de los antiguos arcos. Junto a ella apareció una mujer de similar aspecto. Y luego una tercera, ésta con un bebé. Gitanos.

Dio la vuelta y vio que había más. Ocho o diez al menos, y empezaban a rodearlo. Estrechaban el círculo poco a poco. Algunas iban solas, y otras en parejas o en grupos de tres. Todas eran mujeres, y la mayoría llevaba niños con ellas. Aprisa, Harry se volvió hacia la calle. No había nadie. Ni un guardia. Ni un turista. Nadie.

De pronto sintió un tirón y miró hacia abajo. Una vieja le levantaba las perneras para examinar sus zapatos. Harry se echó atrás, pero de nada le sirvió. Había otra mujer, más joven, allí mismo, con una mano extendida, para que le dieran dinero, mientras con la otra acariciaba la tela de sus pantalones. El hecho de que fuera un sacerdote parecía no importarles. Luego sintió que algo le rozaba la espalda y que una mano buscaba su cartera.

Giró de golpe, extendiendo el brazo; se encontró con un trozo de tela en la mano y arrastró con él a una joven que gritaba histérica. Las demás retrocedieron, asustadas, sin saber qué hacer. La mujer a quien sujetaba chillaba como si estuviesen asesinándola. Harry tiró de ella hasta tenerla cara a cara.

– Hércules -musitó-, quiero ver a Hércules.


Sentado con una mano en la cadera y sosteniendo la barbilla con la otra, el enano miraba atentamente a Harry. Acababan de dar las doce y se hallaban en un banco en una pequeña plaza polvorienta al otro lado del Tíber, en el barrio Gianicolo de Roma. En el bulevar que conformaba el límite más lejano de la plaza había mucho tráfico. Salvo por dos ancianos sentados en otro banco, estaban solos. Pero Harry sabía que los gitanos estaban allí, en algún lugar, fuera del alcance de la vista, acechando.

– Por su culpa, la policía encontró mi túnel. Por su culpa, ahora vivo en la calle. Muchas gracias. -Hércules se mostraba enojado.

– Lo siento…

– Y sin embargo, está aquí otra vez. Para buscar ayuda en lugar de ofrecerla.

– Sí.

Hércules apartó la vista a propósito.

– ¿Qué quiere?

– Que sigan a alguien. A dos personas, en realidad. Usted y los gitanos.

Hércules se volvió hacia Harry.

– ¿A quiénes?

– A un cardenal y a un cura. Saben dónde está mi hermano… y me llevarán hasta él.

– ¿Un cardenal?

– Sí.

De pronto, Hércules recogió una muleta que había dejado debajo del banco y se puso de pie.

– No.

– Le pagaré.

– ¿Con qué?

– Con dinero.

– ¿Cómo piensa conseguirlo?

– Lo tengo… -Harry vaciló, luego extrajo del bolsillo el dinero que le había dado Eaton-. ¿Cuánto quiere? ¿Cuánto para usted y los gitanos?

Hércules dirigió la vista primero hacia el dinero, y luego hacia Harry.

– Es más de lo que le di. ¿De dónde lo ha sacado?

– Lo tengo…, y es lo único que importa. ¿Cuánto quiere?

– Más que eso.

– ¿Cuánto más?

– ¿Puede conseguirlo? -Hércules parecía sorprendido.

– Eso creo…

– Si puede conseguir tanto dinero, ¿por qué no le pide a la gente que se lo da que siga al cardenal?

– No resulta tan sencillo.

– ¿Por qué? ¿No confía en ellos?

– Hércules, le estoy pidiendo ayuda. Estoy dispuesto a pagar por ella. Y sé que lo necesita…

El enano guardó silencio.

– Antes me dijo que no podía reclamar la recompensa porque para ello debía acudir a la policía… Quizás el dinero lo ayude a abandonar las calles.

– A decir verdad, señor Harry, lo mejor que puede pasarme es que no me vean con usted. La policía lo busca. Y también a mí. Somos malas compañías. El doble de malas cuando estamos juntos… Necesito que me ayude como abogado, no como banquero. Cuando se encuentre en situación de hacerlo, regrese. Hasta entonces, arrivederci.

Con aire indignado, Hércules se dispuso a alcanzar la otra muleta. Sin embargo, Harry se le adelantó y se la arrancó de las manos.

Hércules lo miró furioso.

– Ésa no es una buena idea.

Aun así, Harry la mantuvo apartada.

– Antes me dijo que quería ver qué era capaz de hacer. Hasta dónde me llevarían el ingenio y el valor. Hasta aquí he llegado, Hércules. Lo intenté, pero sencillamente no funcionó… -La voz de Harry se había suavizado, y miró a Hércules durante varios segundos, y, despacio, le devolvió la muleta-. No soy capaz de hacerlo solo, Hércules… Necesito su ayuda.

No bien terminó de hablar, el teléfono móvil de Harry empezó a sonar, sobresaltándolos a ambos.

– Sí… -Harry respondió con cautela, recorriendo el parque con la vista como si se tratase de una trampa de la policía-. ¡Adrianna! -Aprisa, se volvió hacia un lado, cubriéndose el oído para amortiguar el ruido del tráfico del bulevar.

Hércules se irguió sobre las muletas, observando con atención.

– ¿Dónde? -Harry asintió una vez, luego otra-. De acuerdo. ¡Sí! Entiendo. ¿De qué color? Bien, lo encontraré.

Harry apagó el teléfono, se lo guardó en el bolsillo y se volvió hacia Hércules.

– ¿Cómo se llega a la estación central?

– Su hermano…

– Lo han visto.

– ¿Dónde? -A Hércules lo invadió la emoción.

– En el norte. En un pueblo junto al lago de Como.

– Eso está a cinco horas en tren pasando por Milán. Demasiado lejos. Se arriesgaría a que lo vieran…

– No iré en tren. En la estación central me espera alguien con un coche.

– Un coche…

– Sí.

Hércules lo miró furioso.

– Así que, de pronto, tiene otros amigos y ya no me necesita.

– Lo necesito para que me diga cómo se llega a la estación central.

– Encuéntrela usted mismo.

Harry lo miró incrédulo.

– Primero no quiere saber nada de mí, ahora está enfadado porque no lo necesito.

Hércules guardó silencio.

– La encontraré yo mismo. -Harry dio media vuelta de golpe y empezó a alejarse.

– ¡No es en esa dirección, señor Harry!

Harry se detuvo y miró atrás.

– ¿Lo ve?, sí me necesita.

El viento levantó los cabellos de Harry y formó un pequeño remolino de polvo a sus pies.

– Está bien. ¡Lo necesito!

– ¡Hasta el lago de Como!

Harry lo miró enfadado.

– ¡De acuerdo!

Al momento, Hércules se puso de pie y se le acercó bamboleándose. Luego se adelantó, llamándolo por encima del hombro:

– Por aquí, señor Harry. ¡Por aquí!

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