CIENTO TRES

Una atractiva mujer con pamela esperaba la llegada del hidrodeslizador junto al resto de los pasajeros.

Arriba, en las escaleras, cuatro policías del Gruppo Cardinale vigilaban con chalecos antibalas y metralletas Uzi. Cuatro policías más recorrían el embarcadero, escrutando los rostros de todos los pasajeros en busca de los fugitivos. En el control de pasaportes confirmaron que la mayoría eran turistas extranjeros procedentes del Reino Unido, Alemania, Brasil, Australia y Estados Unidos.

– Grazie -dijo el policía al devolver el pasaporte a Julia Louise Phelps y se llevó la mano a la gorra a modo de saludo. No era un hombre rubio con arañazos en la cara, ni una monja italiana, ni un cura con su hermano. Era una mujer alta y atractiva, estadounidense -tal como se había imaginado-, con pamela y una hermosa sonrisa. Por eso se había acercado y le había pedido los papeles; no porque resultase sospechosa, sino porque él deseaba coquetear y ella se lo había permitido.

Entonces llegó el hidrodeslizador y la norteamericana guardó el pasaporte en el bolso, sonrió al agente y subió a bordo con los demás pasajeros.

Minutos más tarde se elevó la pasarela, se pusieron en marcha los motores y la embarcación se alejó.

Los policías contemplaron el barco mientras aceleraba, levantaba la proa del agua y se adentraba en las oscuras aguas del lago en dirección a Tremezzo y Lenno y, después, a Lezzeno y Argegno, para regresar más tarde a Como. El hidrodeslizador Freccia delle Betulle era el último de esa noche, y todos y cada uno de los policías se relajaron al verlo zarpar, conscientes de que habían hecho un buen trabajo, pues ninguno de los fugitivos había burlado sus controles.


El Vaticano, miércoles 15 de julio, 0.20 h

Farel abrió la puerta del despacho privado de Palestrina e hizo pasar a un padre Bardoni de rostro impasible con gafas, un subordinado que se limitaba a acudir a la llamada de un superior, sin importarle la hora.

Palestrina, sentado detrás de la mesa del despacho, indicó al padre Bardoni que tomara asiento.

– Lo he mandado llamar para comunicarle personalmente que el cardenal Marsciano está enfermo.

– ¿Enfermo? -El padre Bardoni se inclinó hacia delante.

– Se desmayó aquí mismo, en mi despacho, esta tarde, al regresar de la reunión en la embajada de China; los médicos creen que se trata de un simple caso de agotamiento, pero no están seguros, así que lo tenemos en observación.

– ¿Dónde está?

– Aquí, en el Vaticano, en los aposentos para invitados de la torre de San Giovanni -respondió Palestrina.

– ¿Por qué no lo han ingresado en el hospital? -Por el rabillo del ojo, el padre Bardoni vio acercarse a Farel.

– Porque he decidido mantenerlo aquí; creo que conozco el motivo de su «agotamiento»…

– ¿Cuál es?

– El problema con el padre Daniel.

Palestrina observó atento al sacerdote, quien hasta entonces no había mostrado emoción alguna, ni siquiera al mencionar el nombre del cura norteamericano.

– No comprendo.

– El cardenal Marsciano juró que estaba muerto y quizá no crea, a diferencia de la policía, que sigue vivo. De hecho, según parece, no sólo no ha muerto sino que se encuentra lo bastante bien como para eludir el cerco policial, lo cual significa que es posible que se comunique con el cardenal en cualquier momento.

Palestrina se detuvo un segundo, para asegurarse de que sus siguientes palabras resultaran inequívocas.

– El cardenal Marsciano se alegraría mucho de ver vivo al padre Daniel, pero puesto que se encuentra en observación médica y no puede viajar, la única solución consiste en que el padre Daniel venga a verlo, o lo traigan, si es necesario, a la torre de San Giovanni.

Fue en ese momento cuando el padre Bardoni flaqueó y lanzó una mirada furtiva a Farel; una reacción instintiva para comprobar si el policía estaba de acuerdo con la reclusión del cardenal Marsciano ordenada por Palestrina. Tras observar su mirada fría e impasible, no le cupo la menor duda de que estaba de acuerdo. Recobrando la compostura, se dirigió furioso a Palestrina.

– ¿Acaso insinúa que yo sé dónde está, que quiere que le transmita el mensaje y lo haga venir al Vaticano?

– Se abre una caja y sale una polilla… -respondió Palestrina con serenidad-. ¿Adónde irá? Muchos son quienes se hacen esta misma pregunta, pero jamás encuentran la respuesta porque en el último momento la polilla se mueve y, luego, se mueve de nuevo. Todavía es más difícil cuando está enferma o herida y recibe la ayuda de gente compasiva, de un escritor famoso quizás, o de alguien del clero…, y además la atiende una mano experta…, una enfermera, una monja…, o una monja enfermera de Siena… Elena Voso.

El padre Bardoni, sin inmutarse, se limitó a contemplar a Palestrina con la mirada vacía en un intento de remediar su reacción anterior, pero sabía que se había delatado.

Palestrina se inclinó hacia delante.

– El padre Daniel debe ser acallado, no debe hablar con nadie… Si lo descubren de camino hacia aquí, ya sea la policía, los medios de comunicación, Taglia o Roscani, debe responder que no recuerda nada de lo ocurrido…

El padre Bardoni se dispuso a protestar, pero Palestrina lo interrumpió con un gesto de la mano y acabó la frase con un tono de voz apenas audible.

– Comprenda que por cada día que el padre Daniel permanezca ausente, la situación del cardenal Marsciano empeorará, y su salud física y mental se deteriorará hasta que llegue el día en que ya no cuente para nada.

– Eminencia, se equivoca de hombre. No dispongo de más información que usted sobre dónde o cómo contactar con el padre Daniel.

Palestrina clavó los ojos en el sacerdote e hizo la señal de la cruz.

– Che Dio ti protegga -le dijo.

Farel se dirigió a la puerta y la abrió. El padre Bardoni titubeó pero, al cabo, se puso en pie y pasó junto a Farel antes de perderse en la oscuridad.

Palestrina contempló la puerta mientras se cerraba. ¿Se había equivocado con el padre Bardoni? No. Bardoni era el mensajero de Marsciano, el responsable del traslado del padre Daniel al hospital de Pescara tras la explosión del autocar y quien coordinaba sus movimientos desde entonces. Puesto que sospechaban de él, lo habían hecho seguir y le habían intervenido el teléfono. Incluso sospechaban que él había alquilado el hidrodeslizador en Milán; pero no habían sido capaces de probar nada, excepto que había cometido un error al mirar a Farel. Palestrina sabía que Marsciano exigía una gran lealtad de sus colaboradores, y si confió lo suficiente en el padre Daniel para confesarse con él, habría confiado lo bastante en el padre Bardoni para pedirle que lo ayudara a salvar la vida del norteamericano.

Por tanto, no se trataba del hombre equivocado, sino del correcto, y por ello, Palestrina estaba convencido de que su mensaje llegaría a su destino.


3.00 h

Palestrina estaba sentado frente al escritorio de su dormitorio, con sandalias y una bata de seda de color rojo que, unidas a su enorme estatura y su mata de pelo blanco, le conferían el aspecto de un emperador romano. Sobre la mesa tenía ejemplares de media docena de periódicos del mundo cuyos titulares hacían referencia a la tragedia de China. En un televisor situado a su derecha, un canal emitía información en directo desde Hefei, y en ese momento mostraba la imagen de miles de soldados del Ejército de Liberación que se dirigían a la ciudad en vehículos militares. Iban vestidos con monos y llevaban guantes, las muñecas y los tobillos cubiertos y los rostros tapados con máscaras de color naranja y gafas protectoras, para evitar -explicaba el corresponsal, ataviado de igual manera- la transmisión de fluidos corporales y la propagación de la epidemia al contacto con los muertos, cuyo número aumentaba sin cesar.

Palestrina dirigió la mirada a la hilera de teléfonos que tenía al lado. Sabía que en esos momentos Pierre Weggen mantenía en Pekín una conversación amistosa con Yan Yeh. De un modo solemne, y sin dejar traslucir que la idea no era sólo suya, Weggen estaría sembrando la semilla del plan de Palestrina para la reconstrucción del sistema de aguas de China. Confiaba en que la posición privilegiada del banquero y su larga relación con el presidente del Banco Popular Chino bastaran para que los economistas asiáticos adoptaran la idea y se la comunicaran en persona al secretario general del Partido Comunista.

Al margen del resultado de la reunión, Weggen lo llamaría para informarle sobre lo sucedido. Palestrina echó un vistazo a su cama: debía dormir, pero sabía que era imposible. Se puso en pie y se dirigió al vestidor, donde se cambió la bata de seda por el traje negro y el alzacuello blanco. A continuación abandonó sus aposentos.

Tomó a propósito un ascensor de servicio y, sin que lo viesen, descendió hasta la planta baja y salió por la puerta lateral a los jardines.

Caminó durante una hora, quizá más, pensando. Recorrió la avenida del Jardín Cuadrado hasta la avenida Central del Bosque y después desanduvo el camino, deteniéndose por un instante al pie de la escultura del siglo XVII de Giovanni Vasanzio, Fontana dell'Aquilone, la fuente del Águila. El ave, situada en lo alto de la estatua, el símbolo heráldico de los Borghese, la familia del papa Pablo V, poseía para Palestrina un significado muy especial; del todo personal y profundo. Lo transportaba a la antigua Persia, hasta el límite de su otra vida y ejercía sobre él más influencia que cualquier otra cosa. Le infundía fuerza, y de esta fuerza emanaba el poder, la convicción y la certeza de que hacía lo correcto. El águila lo retuvo durante un tiempo y al final lo liberó.

Se alejó del lugar despacio y pasó por delante de las dos estaciones de tierra de Intelsat de Radio Vaticano y de la torre propiamente dicha, continuó caminando a través del interminable paisaje verde mantenido por un ejército de jardineros, anduvo por antiguos caminos y senderos, entre magnolias y buganvillas, por debajo de pinos, palmeras, robles y olivos, junto a miles de arbustos podados con esmero. Sorprendido, aquí y allá, por la lluvia imprevista de los aspersores automáticos.

Un pensamiento aislado lo indujo a dar media vuelta. Bajo la incipiente luz de la mañana, Palestrina se encaminó a la entrada del edificio de ladrillos amarillos de Radio Vaticano. Abrió la puerta, ascendió por la escalera hasta la torre superior, y salió a la galería circular.

Apoyó las voluminosas manos en el borde de la almena y contempló el sol que se elevaba por encima de las colinas romanas. Desde allí dominaba la ciudad, el palacio del Vaticano, San Pedro y gran parte de los jardines. Era uno de sus lugares predilectos y constituiría un refugio ideal si algún día lo necesitaba. El edificio mismo se alzaba sobre una colina, a cierta distancia del Vaticano, y por consiguiente resultaba fácil de defender. La galería exterior donde se encontraba, que rodeaba el edificio entero, le permitiría divisar con claridad a cualquier persona que se aproximara, y le serviría de atalaya estratégica desde donde dirigir a los defensores.

Aunque tal vez descabellada, la idea había calado en su mente, sobre todo a la luz del pensamiento singular que lo había llevado hasta allí: la observación de Farel de que el padre Daniel era como un gato que no había agotado todas sus vidas, el único hombre capaz de hacerle perder China. Antes, el padre Daniel había supuesto un percance inoportuno, una llaga purulenta que había que eliminar. El hecho de que hasta la fecha hubiese sido capaz de eludir tanto a Thomas Kind como a los hombres de Roscani tocaba una fibra sensible en su interior que lo aterrorizaba: su profunda y secreta creencia en un oscuro infierno pagano y en los espíritus depravados que lo poblaban. Estaba convencido de que dichos espíritus eran responsables del repentino ataque de fiebre paralizante y de la posterior muerte cruel que le sobrevino a la edad de treinta y tres años, cuando era Alejandro. Si eran ellos quienes guiaban al padre Daniel…

– ¡No! -gritó Palestrina.

Se dio la vuelta y descendió por las escaleras hasta llegar a los jardines. No quería pensar en los espíritus, ni en ese momento ni nunca. No eran reales, sino fruto de su imaginación, y no permitiría que su propia imaginación lo destruyera.

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