CIENTO OCHO

Lugano, Suiza, todavía miércoles 15 de julio, por la tarde

Elena no había mirado de nuevo a Harry desde que éste la ayudó a vestir a Danny y a introducirlo en la furgoneta. Harry se preguntó si se sentía avergonzada por haber ido a verlo la noche anterior para decirle lo que le había dicho y si ya no sabía qué hacer. Lo que le sorprendía era lo mucho que aquello le había afectado y seguía afectándole a él.

Elena era una mujer inteligente, hermosa y cariñosa que de pronto se había encontrado a sí misma y deseaba tener la libertad para expresarlo. Y, por el modo en que se había presentado en su dormitorio, descalza y hablando en ese tono tan íntimo, Harry no abrigaba duda alguna de que Elena lo había elegido a él para que la ayudara a descubrirse a sí misma. El problema, tal como se había dicho entonces, residía en que aquél no era el momento apropiado, pues había cosas más urgentes en que pensar. Así que -mientras circulaban por los caminos del norte y bordeaban el lago de Lugano para adentrarse en la ciudad, hasta Viale Castagnola, al otro lado del río Cassarate, y subir por Via Serafino Balestra hacia una casa pequeña de dos pisos en el número 87 de Via Monte Ceneri- se concentró en lo que había que hacer después.

Estaba claro que no les convenía continuar viajando de un lado a otro como criminales, confiando en que alguien los ayudara. Danny necesitaba un lugar seguro para descansar y recuperarse lo suficiente para explicarle a Harry con tranquilidad y coherencia todo lo relacionado con el asesinato del cardenal vicario de Roma. Además, precisaban de una eficaz representación legal. Estas dos debían constituir sus únicas prioridades, pensó Harry.


– ¿Hemos llegado? -preguntó Danny con voz débil al padre Renato cuando éste apagó el motor y tiró de la palanca del freno de mano.

– Sí, padre Daniel -respondió con una media sonrisa el padre Renato-. Gracias a Dios.

Al salir del vehículo, Elena se percató de la mirada fugaz de Harry mientras abría la puerta corredera de la furgoneta y esperaba a que el padre Natalini extrajese la silla de ruedas del maletero. El padre Daniel no había pronunciado una palabra en todo el viaje y se había dedicado a contemplar el paisaje por la ventana. Elena estaba segura de que los incidentes ocurridos en las últimas cuarenta y ocho horas habían hecho mella en él, y que lo que necesitaba era comer y descansar lo más posible.

Elena observó a Harry y al padre Natalini sentar a Danny en la silla de ruedas y subirlo por las escaleras hasta el salón del segundo piso de la casa de Via Monte Cenen* Se sentía más incómoda que avergonzada por lo acaecido la noche anterior. Llevada por sus emociones, había acudido a Harry y le había revelado más sobre sus sentimientos de lo que pretendía o, al menos, más de lo que convenía antes de que renunciase a sus votos. Pero ya no había marcha atrás. La pregunta era cómo debía actuar en adelante. Por esto había sido incapaz de mirarlo a los ojos en todo el día y de cruzar más palabras que las necesarias.

Se abrió la puerta de entrada y apareció su anfitriona.

– Entren rápido -les ordenó Veronique Vaccaro, franqueándoles el paso.

Una vez en el interior, cerró la puerta de inmediato y estudió los rostros de todos los presentes. Menuda y temperamental, Veronique era una artista y escultora de mediana edad que se vestía con colores ocres y que hablaba en un batiburrillo de francés, inglés e italiano. De pronto se dirigió al padre Renato.

– Merci, ahora tienen que marcharse. Capisce?

Ni siquiera les ofreció asiento ni un vaso de agua. Él y el padre Natalini debían esfumarse.

– ¿Un vehículo de una iglesia de Bellagio aparcado delante de una casa en Lugano? Es como llamar a la policía y decirles dónde están.

El padre Renato sonrió y asintió. Veronique tenía razón. Cuando él y el padre Natalini dieron media vuelta para marcharse, Danny sorprendió a todos al acercarse en la silla de ruedas para estrecharles la mano.

– Grazie. Grazie mille -les agradeció; era consciente de cuánto se habían arriesgado para llevarlos hasta allí.

Los sacerdotes se marcharon de inmediato. Veronique dijo que les prepararía algo de comer y desapareció por una de las puertas de un salón en el que había media docena de grandes esculturas abstractas.

– El padre Daniel debe descansar -aseveró Elena en cuanto la artista salió-. Le preguntaré a Veronique dónde.

Harry la observó cruzar el mismo umbral por donde se había marchado Veronique. Miró la puerta cerrada por un momento más y se volvió hacia Danny. Con barba, vestidos de negro y con los solideos en la cabeza, parecían rabinos de verdad.

Hasta ese momento, Harry se había guardado de preguntar nada a su hermano, pues deseaba que primero se recuperara física y mentalmente. Pero al ver su reacción con los curas, comenzó a sospechar que Danny estaba más consciente de lo que evidenciaba. Y, allí, a solas con él, sintió un acceso de rabia. No le hacía gracia que Danny lo mantuviera en la inopia por sus propios motivos. Ya había hecho mucho por él. Fuera cual fuese la verdad, había llegado la hora de sacarla a la luz.

– Danny, ¿recuerdas que me llamaste y dejaste un mensaje en mi contestador? -preguntó Harry mientras se quitaba el solideo y lo guardaba en el bolsillo.

– Sí…

– Estabas muerto de miedo. Fue una manera de lo más extraña de ponerte en contacto después de tantos años…, sobre todo con un mensaje en el contestador… ¿De qué tenías miedo?

Danny se volvió despacio hacia Harry.

– Hazme un favor.

– ¿Qué?

– Vete de aquí ahora mismo.

– ¿Que me vaya?

– Sí.

– ¿Yo solo?

– Si no lo haces te matarán…

Harry clavó los ojos en su hermano.

– ¿Quiénes?

– Vete, por favor.

Harry recorrió la estancia con la vista y miró de nuevo a Danny.

– Quizá debería aclararte algunas cosas que no sabes o no recuerdas… A los dos nos buscan por asesinato, a ti por…

– Matar al cardenal vicario de Roma y a ti por disparar contra un policía de Roma. -Danny acabó la frase por él-. Lo sé, leí un periódico que se supone que no debí haber visto…

Harry titubeó, buscando un modo de plantear la pregunta. Al cabo, soltó sin más:

– ¿Mataste al cardenal, Danny?

– ¿Mataste tú al policía?

– No.

– Misma respuesta -contestó Danny sin titubear.

– La policía tiene muchas pruebas. Farel me llevó a tu aparta…

– ¿Farel? -lo interrumpió Danny-. ¿Ésas son las pruebas de que hablas?

– ¿A qué te refieres?

Danny guardó silencio por un instante y apartó la mirada. Era una retirada, un gesto que indicaba que ya había hablado demasiado y que no pensaba decir nada más.

Harry se metió las manos en los bolsillos y se entretuvo mirando las esculturas de Veronique hasta que se volvió hacia su hermano.

– Estuviste en el atentado del autocar, Danny, todos te creían muerto. ¿Cómo lograste escapar?

– No lo sé… -respondió sacudiendo la cabeza.

– No sólo lograste escapar, sino que lograste meter tu documento de identidad del Vaticano, el pasaporte y las gafas en la chaqueta de otra persona.

Danny guardó silencio.

– El autocar se dirigía a Asís, ¿recuerdas?

– Voy allí con frecuencia -respondió Danny furioso.

– ¿Ah, sí?

– ¡Sí! Harry, lárgate ahora que estás a tiempo.

– Danny, hace años que no hablamos, no me obligues a marcharme. -Harry le dio vuelta a una silla y se sentó junto a Danny-. ¿De quién tenías miedo cuando me llamaste?

– No lo sé…

– ¿De Farel?

– Te he dicho que no lo sé.

– Sí que lo sabes, Danny, por eso intentaron matarte en el autocar, y por eso el hombre rubio te siguió hasta Bellagio y después hasta la gruta.

Con la vista clavada en el suelo, Danny sacudió la cabeza.

– Alguien te sacó del hospital de Pescara e involucró a la madre superiora de Elena…, implicándola también a ella, que ahora se encuentra en peligro, como nosotros.

– ¡Pues llévatela contigo! -estalló su hermano.

– ¿Quién te ayudó, Danny?

No hubo respuesta.

– ¿El cardenal Marsciano? -insistió Harry.

Danny levantó la cabeza.

– ¿Qué sabes del cardenal Marsciano?

– Lo he visto más de una vez. Me advirtió que me mantuviera al margen y que no te buscara, pero antes de eso intentó convencerme de que estabas muerto. Es Marsciano, ¿verdad? Él lo ha organizado todo.

Danny miró fijamente a su hermano.

– No recuerdo nada, Harry. No recuerdo haberte llamado, ni por qué me dirigía a Asís, ni quién me ayudó, nada. No lo recuerdo. ¿Lo entiendes?

Harry vaciló pero no se dio por vencido.

– ¿Qué está sucediendo en el Vaticano?

– Harry -Danny bajó la voz-, vete de aquí antes de que te maten.

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