Danny consultó la hora en el despertador por segunda vez en quince minutos y no sabía si había dormido o no durante ese lapso. Harry había entrado en la habitación momentos antes y se había metido en la cama. Hacía más de una hora que había ido a revisar los cargadores de las baterías y, aunque Danny no sabía de dónde venía su hermano ni qué había hecho, se imaginaba que había estado con Elena.
Desde que abandonaron Bellagio, Danny había observado la atracción creciente entre ellos y sabía que, tarde o temprano, saltaría la chispa. No importaba que Elena fuera monja, pues desde el momento en que llegó a Pescara para ocuparse de él, Danny se percató de que no era una mujer capaz de entregarse a una vida de contemplación y enclaustramiento, pero lo que jamás habría imaginado entonces, en ninguna circunstancia, es que acabaría por enamorarse de su hermano, y las circunstancias no podían ser más turbulentas y trágicas. Ante sus ojos apareció la imagen del hombre en el autocar con la pistola en la mano, oyó de nuevo la explosión, recordó el fuego, los gritos, la confusión, el autocar dando vueltas. Acto seguido evocó el rostro de Marsciano a través de la rejilla del confesionario y el tono afligido de su voz: «Bendígame, padre, porque he pecado…».
Danny hundió la cabeza en la almohada e intentó olvidar el resto, pero era imposible: sabía cada palabra de memoria.
Adrianna se despertó al oír un ruido y levantó la vista. Eaton había salido del coche y se alisaba las arrugas de la americana de verano beige. Después, se acercó por la acera al coche de Scala. Adrianna lo observó esquivar el haz de una farola sin apartar por un momento los ojos del bloque de apartamentos al final de la calle y, acto seguido, desaparecer envuelto por la oscuridad. La periodista miró la luz naranja del reloj del salpicadero y se preguntó cuánto tiempo había dormido.
Eaton regresó y se sentó a su lado.
– ¿Sigue allí Scala? -le preguntó ella.
– Está sentado en el coche, fumando.
– ¿No se ven luces en los apartamentos?
– No. -Eaton la miró-. Vuelve a dormirte, ya te avisaré cuando ocurra algo.
Adrianna sonrió.
– ¿Sabes? Alguna vez creí que te quería, James Eaton…
– Amabas el trabajo, no al hombre… -respondió Eaton mientras mantenía los ojos clavados en el edificio.
– Al hombre también, durante un tiempo.
Adrianna se envolvió en la chaqueta tejana que llevaba y, por un rato, observó a Eaton vigilar el edificio. Luego sucumbió al sueño.
– James Hawley, un hidrobiólogo de Estados Unidos -respondió Li Wen en chino. Tenía la boca seca y el cuerpo empapado en sudor-. Vive… en Walnut Creek, California, él me dio las fórmulas. Yo… no sabía qué eran, pensaba que… se trataba de un sistema nuevo para determinar la toxicidad del agua…
El hombre de uniforme militar, sentado al otro lado de la mesa de madera, era el mismo que le había ordenado que confesara seis horas antes en Wuxi; el mismo que lo había esposado y acompañado en el avión militar hasta Pekín y que lo había llevado a ese edificio de hormigón situado en algún lugar de la base aérea donde habían aterrizado.
– No existe ningún James Hawley en Walnut Creek, California -replicó el oficial.
– Sí que existe, tiene que existir. Las fórmulas no son mías, me las dio él.
– Le repito que no hay ningún James Hawley, lo hemos comprobado.
De pronto Li Wen cayó en la cuenta de que había actuado como un iluso; si algo salía mal, él sería el único que pagaría los platos rotos.
– Confiese.
Li Wen levantó la vista despacio y contempló la cámara de vídeo situada detrás del hombre, con la luz roja encendida, grabando todo el interrogatorio. Detrás de la cámara distinguió los rostros de media docena de soldados uniformados que pertenecían a la policía militar o, peor aún, al Ministerio de Seguridad del Estado, como su interrogador.
Al final, Li Wen asintió y habló directamente a la cámara. Comenzó por describir cómo introdujo en las vías de suministro de agua las «bolitas» compuestas de una sustancia letal imposible de detectar por los sistemas de control, el alcohol policíclico no saturado, y explicó en términos científicos la fórmula, su objetivo y el número de personas que podía matar.
Al finalizar, se secó con la mano el sudor que le cubría la frente mientras dos soldados daban un paso hacia delante. En cuestión de segundos, lo obligaron a ponerse en pie y lo condujeron a través de una puerta a un pasillo de hormigón mal iluminado. Apenas habían recorrido diez metros cuando un hombre salió de una puerta lateral. Los soldados quedaron paralizados por la sorpresa. El hombre, que llevaba una pistola con silenciador, se acercó. Li Wen abrió mucho los ojos, incrédulo. Era Chen Yin. Éste apretó el gatillo y disparó a quemarropa.
Li Wen se vio proyectado hacia atrás, retorció el cuerpo y la sangre salpicó la pared detrás de él.
Chen Yin miró a los soldados, sonrió y comenzó a alejarse, pero su sonrisa se tornó en expresión de horror cuando el primer soldado le apuntó con una metralleta. Chen Yin retrocedió unos pasos.
– ¡No! -gritó-. ¡Ustedes no lo entien…!
Dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Oyó un sonido semejante al de una taladradora. Los primeros disparos lo hicieron girar, y el último le voló la parte superior del cráneo por encima del ojo derecho. Al igual que Li Wen, ya estaba muerto cuando cayó al suelo.