CIENTO SIETE

El Vaticano, torre de San Giovanni, 11 h

Marsciano se hallaba de pie junto a la puerta de cristal, la única abertura en la habitación por donde entraba luz y, con excepción de la puerta del pasillo, cerrada y vigilada, la única salida. Ya no soportaba mirar la pantalla del televisor, que brillaba como un ojo omnisciente.

Podía apagarlo, desde luego, pero no lo había hecho ni pensaba hacerlo. Palestrina conocía bien el carácter de Marsciano y por esta razón había ordenado que se dejara el Nokia de veinte pulgadas en el cuarto que había sido despojado de toda clase de lujos y en el que sólo quedaban los elementos más esenciales: una cama, un escritorio y una silla. También había mandado incomunicar el piso del resto del edificio.

«El número de fallecidos en Hefei asciende a sesenta mil seiscientos, y continúa aumentando la cifra. No existen cálculos sobre la cifra definitiva.»La voz del corresponsal sonaba con claridad a su espalda. Marsciano no necesitaba ver la pantalla para saber que mostraba el mismo gráfico de estadísticas que exhibían cada hora como si se tratara del recuento de votos de unas elecciones.

Al final, abrió la puerta y salió al pequeño balcón, donde le dio el aire fresco y se amortiguó el sonido del televisor.

Con las manos apoyadas en la barandilla, cerró los ojos, como si el hecho de no ver mitigase el horror de todo aquello. Evocó las miradas de conspiración del cardenal Matadi y de monseñor Capizzi, sentados en la limusina que los transportaba de la embajada china al Vaticano. Vio a Palestrina descolgar el teléfono y preguntar por Farel mientras mantenía la vista clavada en Marsciano. Cuando Farel se puso al aparato, Palestrina habló con suavidad.

«El cardenal Marsciano se ha indispuesto en el coche. Ordene que le preparen inmediatamente una habitación en la torre de San Giovanni.»El recuerdo escalofriante de ese momento obligó a Marsciano a abrir los ojos. Desde abajo lo observaba un jardinero del Vaticano que, segundos después, reanudó su tarea.

¿Cuántos millones de veces, se preguntó Marsciano, había acudido a esa torre para saludar a dignatarios extranjeros que se alojaban en sus lujosos apartamentos? ¿Cuántas veces había contemplado desde el jardín, tal como acababa de hacer el jardinero, ese pequeño balcón en el que se hallaba en ese momento sin pensar una sola vez en lo siniestro que resultaba?

Situado a unos doce metros del suelo, como una plataforma de saltos, constituía la única abertura en la pared cilíndrica, una salida que no llevaba a ninguna parte. Lo rodeaba una barandilla de seguridad de hierro, y, con poco más de medio metro de longitud, era apenas más ancha que la puerta. La pared que se alzaba unos diez metros desde ese punto llegaba hasta las ventanas de los apartamentos superiores, que sobresalían. Si miraba arriba, Marsciano no alcanzaba a ver más allá de dichas ventanas, pero sabía que en lo alto del edificio había una galería circular y, en la punta, la torreta.

En otras palabras, no había modo de subir ni bajar, y la plataforma no existía más que como un lugar desde donde contemplar los verdes jardines del Vaticano. El resto del edificio estaba rodeado por una muralla fortificada construida en el siglo IX para repeler los ataques de los bárbaros y, ahora, para mantener recluidas a las personas.

Despacio, Marsciano retiró las manos de la barandilla y regresó a su habitación y a la pantalla de televisión que ocupaba el centro. En ella vio lo que veía el mundo: Hefei, China, imágenes del lago Chao tomadas desde un helicóptero y, a continuación, una vista aérea de las enormes tiendas levantadas en parques de la ciudad, en espacios abiertos junto a fábricas o en las afueras, y oyó la voz de fondo del corresponsal que explicaba de qué se trataba: de depósitos de cadáveres improvisados.

Marsciano quitó el volumen. Seguiría mirando, pero ya no quería escuchar; aquella letanía de comentarios se había vuelto insoportable, era como un tablero en el que se llevaba la cuenta de cada uno de sus crímenes personales…, cometidos, se recordaba a sí mismo una y otra vez, en un intento desesperado de conservar la cordura, porque Palestrina lo había hecho rehén de su propio amor a Dios y a la Iglesia.

Sí, era culpable. Y también lo eran Matadi y Capizzi. Todos habían permitido que Palestrina cometiera semejante crimen. Lo peor -si cabía algo peor que lo que veía en la pantalla- era que sabía que Peter Weggen continuaba intentando convencer a Yan Yeh. Y el banquero chino, sensible y humano, se sentiría horrorizado de verdad ante este aparente capricho de la naturaleza no controlada por los humanos y presionaría a sus superiores en el Partido Comunista para que escucharan la propuesta de Weggen de reconstruir de inmediato la infraestructura de suministro y depuración de agua. No obstante, aunque los políticos accedieran a reunirse con Weggen, se tomarían su tiempo, que era precisamente de lo que no disponían, pues Palestrina ya estaba dirigiendo a los saboteadores al segundo lago.

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