CIENTO VEINTITRÉS

Harry había llamado a Adrianna y a Eaton desde dos cabinas diferentes situadas a dos manzanas de distancia entre sí. Las conversaciones fueron muy breves. Adrianna sabía a qué reportaje se refería, y se encargaría de encontrar la grabación para enviarla a Eaton, pero ¿por qué? ¿Qué había en la cinta que fuese tan importante? Harry eludió la pregunta y se limitó a señalarle que lo hiciera y que si Eaton deseaba que ella lo supiera, se lo explicaría él mismo. Harry le dio las gracias y colgó mientras Adrianna gritaba: «¿Dónde diablos estás?».

Eaton le había puesto las cosas más difíciles, intentó demorarlo preguntando por su paradero y el de su hermano. Harry adivinó que trataba de localizar la llamada.

– Escúcheme -lo interrumpió Harry. Comenzó a describirle la secuencia del reportaje que había visto Danny y que le entregaría Adrianna, le explicó que se envenenarían tres lagos de China, que el chino del maletín de la planta de Hefei era el hombre a quien debían encontrar y que había que informar de inmediato a los servicios de inteligencia chinos.

– ¿Cómo sabe todo esto? ¿Quién es el responsable del envenenamiento de los lagos? ¿Por qué lo hace? -Las preguntas de Eaton al final habían sido rápidas y directas, pero Harry le respondió que él sólo transmitía un mensaje.

A continuación le colgó como había hecho con Adrianna y echó a andar por Via della Stazione Vaticana, como un sacerdote que paseara solo junto a los muros del Vaticano, una imagen habitual. Encima de su cabeza se encontraban los arcos de un acueducto antiguo que en el pasado suministraba agua al Vaticano pero sobre el cual discurrían en la actualidad unos raíles de ferrocarril, desde la vía principal hasta unos enormes portones tras los que se hallaba la estación de la Santa Sede.

– En tren -había respondido Danny cuando Harry le preguntó cómo él y el padre Bardoni planeaban sacar a Marsciano del Vaticano.

La estación y las vías apenas se utilizaban en la actualidad, sólo había un tren que circulaba de vez en cuando para transportar mercancías pesadas. Antaño el Papa empleaba esa vía para viajar del Vaticano a Italia, pero hacía mucho tiempo de esto. Lo único que se conservaba eran los portones, la estación, las vías y un vagón de carga oxidado abandonado junto al final de la línea, un pequeño túnel de hormigón que no conducía a ninguna parte. Sólo Dios y el túnel sabían cuánto tiempo llevaba el furgón allí.

Antes de viajar a Lugano, el padre Bardoni había llamado al jefe de estación y le había comunicado que el cardenal Marsciano estaba harto de ver el vagón allí y deseaba que lo retirasen de inmediato. Poco después un subordinado lo llamó y le aseguró que a las once del viernes por la mañana una locomotora remolcaría el vagón.

En esto consistía el plan. Cuando se llevasen el furgón, el cardenal Marsciano se encontraría en su interior. Era así de sencillo, y puesto que lo había llamado un empleado, el padre Bardoni estaba convencido de que el asunto se había considerado un caso más dentro de la rutina diaria. Aunque avisarían al servicio de seguridad de la llegada de la locomotora, se trataría también de una conversación entre subordinados, algo demasiado mundano para que llegara a oídos de Farel.

Harry comenzó a subir por la colina hasta el nivel superior del acueducto. Avanzaba con la vista al frente.

Al llegar arriba, se volvió. Allí estaba, la vía principal trazaba una curva hacia la izquierda, los carriles brillaban debido a su uso continuado y, después, a la derecha, se hallaba la doble vía oxidada que conducía a los muros del Vaticano.

Harry miró atrás, siguió con la vista los carriles que descendían hasta la vía principal de la Stazione San Pietro. Tenía diez minutos para ir, echar un vistazo, y convencerse de que quería seguir adelante con el plan. Si cambiaba de opinión, tendría la posibilidad de marcharse antes de que llegaran, pero en el momento en que realizó la llamada supo que no se echaría atrás. A las diez cuarenta y cinco se encontraría con Roscani en el interior de la estación.

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