Hércules se agazapó en las almenas de la muralla fortificada que lindaba con la torre de San Giovanni. Se hallaba en el extremo del muro, a la misma altura que la torre y a unos seis metros del tejado circular de la misma.
Había tardado casi tres horas en escalar el muro, de asidero en asidero, ocultándose en las sombras del amanecer, pero lo había logrado. Aunque estaba sediento y agotado, había alcanzado el lugar previsto a la hora exacta.
En los jardines divisó a dos de los hombres de Farel ocultos tras unos matorrales próximos a la entrada de la torre y a dos más que aguardaban detrás de un seto alto al otro lado del camino. Sin embargo, a primera vista, la puerta principal no parecía vigilada. ¿Cuántos hombres de negro habría en el interior de la torre? ¿Uno, dos, veinte, ninguno? Danny estaba en lo cierto: los hombres de Farel los vigilarían de lejos, como arañas que esperan a que la presa caiga en sus redes.
«Danny.» Hércules sonrió. Le gustaba eso de llamar a un sacerdote por su nombre, como hacía el señor Harry, porque lo hacía sentirse como parte de esa familia a la que desearía pertenecer y a la que, al menos aquel día, sí que pertenecía. Esto constituía un factor trascendental para Hércules. Abandonado por su familia poco después de nacer y obligado a abrirse camino en la vida por sus propios medios, siempre se había negado a ser víctima del destino pero, de pronto, comenzó a sentir un anhelo de pertenencia. Al enano le sorprendió la intensidad de este sentimiento, lo que indicaba que era más humano de lo que pensaba, a pesar de su aspecto físico. Harry y Danny lo habían acogido porque lo necesitaban y le habían dado, por primera vez en su vida, un objetivo. Le habían confiado sus vidas, la de Elena y la de un cardenal de la iglesia y, pasara lo que pasase, jamás los decepcionaría, por muy alto que fuera el coste.
La luz del sol obligó a Hércules a entrecerrar los ojos mientras seguía con la vista el camino de la estación que debían tomar después. Enfrente, detrás de los arbustos donde se ocultaba el segundo grupo de hombres de negro, avistó el helipuerto y, al otro lado, a la derecha, tras los árboles, se hallaba la torre de Radio Vaticano. Miró el reloj.
Danny y Elena entraron en los museos del Vaticano por la puerta principal junto a las otras tres personas en silla de ruedas y sus acompañantes que habían viajado en el mismo autobús: un matrimonio de jubilados estadounidenses -la mujer, regordeta y sonriente, empujaba la silla de su marido, quien llevaba una gorra de béisbol de los Dodgers de Los Ángeles y no quitaba ojo ni a Danny ni a su gorra de los Yankees de Nueva York, lo que significaba que, o había reconocido al sacerdote o bien estaba harto de museos y deseaba hablar de béisbol-; un padre y su hijo, al parecer franceses -el niño tenía unos doce años y llevaba aparatos ortopédicos en las piernas-; y, por último, dos mujeres, con seguridad inglesas, una de mediana edad y la otra de cabello blanco. La más joven empujaba la silla de la mayor, que debía de ser su madre, aunque, por el trato que ésta propinaba a la primera, resultaba difícil determinarlo a ciencia cierta.
Pasaron de uno en uno por la taquilla, donde les indicaron que esperasen el ascensor que los llevaría a la segunda planta.
– Ponte ahí, más cerca de la puerta -espetó la mujer de pelo blanco a su hija-. ¿Por qué te has puesto ese vestido si sabes que no me gusta nada?
Elena se acomodó sobre el hombro la correa de la bolsa al tiempo que miraba la de Danny. Eran unas bolsas negras de nailon muy comunes pero, en lugar de una cámara fotográfica y carretes, contenían cigarrillos, cerillas, las bolsas de plástico rellenas de cilindros empapados en ron y aceite de oliva y las cuatro botellas de cerveza, dos en cada bolsa, repletas del mismo líquido incendiario y con una mecha.
En ese momento se oyó un tintín, se encendió una luz y se abrieron las puertas del ascensor. Danny y los demás aguardaron a que se vaciara antes de apretujarse en su interior mientras la mujer de pelo blanco se ponía a la cabeza.
– Si no les importa, pasaremos primero.
Como resultado, Danny y Elena entraron los últimos y las puertas se cerraron a sus espaldas. Si se hubieran hallado más adelante y hubiesen mirado al frente como el resto, quizá Danny habría divisado a Eaton, acompañado de Adrianna, en el momento en que aquél se volvió desde la taquilla y los vislumbró en el ascensor segundos antes de que se cerraran las puertas.