VEINTISIETE

Marsciano se detuvo por un instante al pie de la escalera antes de comenzar a subir los peldaños. Una vez arriba, torció por un pasillo estrecho hasta llegar a una puerta de madera con paneles labrados. Hizo girar el pomo y entró.

El sol de la tarde entraba por la ventana que dividía en dos la sala de reuniones. Palestrina se encontraba en un lado, parte de él en la sombra. La persona que había junto a él no era más que una mera silueta, pero Marsciano no necesitaba verlo para saber que se trataba de Jacov Farel.

– Eminencia… Jacov. -Marsciano cerró la puerta tras de sí.

– Siéntate, Nicola. -Palestrina señaló un grupo de sillas situadas delante de la chimenea de mármol.

Marsciano atravesó el haz de luz para obedecer.

Al mismo tiempo Farel se acomodó frente a él, cruzó los pies, se desabrochó el abrigo y le clavó la mirada.

– Quiero hacerte una pregunta, Nicola, y quiero que me digas la verdad. -Palestrina acarició el respaldo de la silla y le dio la vuelta para quedar sentado enfrente de Marsciano-. ¿Sigue vivo el cura?

Marsciano sabía, desde el momento en que Harry Addison declaró que los restos no eran los de su hermano, que Palestrina no tardaría en acosarlo con preguntas. De hecho, lo sorprendía que hubiera tardado tanto, pero había aprovechado el intervalo para prepararse lo mejor posible.

– No -respondió sin titubear.

– La policía cree que sí.

– Están equivocados.

– Su hermano no está de acuerdo -terció Farel.

– Sólo dijo que el cuerpo no era el de su hermano, pero se equivocaba -Marsciano intentó mostrarse frío e impasible.

– El Gruppo Cardinale tiene en su poder una cinta de vídeo en la que Harry Addison le pide a su hermano que se entregue. ¿Te parece propio de alguien que se ha equivocado?

Por un momento Marsciano guardó silencio y, cuando habló de nuevo, se dirigió a Palestrina en el mismo tono de antes.

– Jacov estaba conmigo en el depósito cuando se realizó la identificación. -Marsciano se volvió hacia Farel-. ¿No es cierto, Jacov?

Farel permaneció en silencio.

Palestrina estudió a Marsciano, se levantó de la silla y caminó hasta la ventana, donde su enorme cuerpo obstruyó el paso del sol. Al darse la vuelta, quedó a contraluz de manera que sólo resultaba visible su descomunal silueta.

– Alguien abre la tapa de una caja y sale volando una polilla que desaparece con el viento… ¿Cómo había logrado sobrevivir? ¿Adónde se fue cuando salió volando? -Palestrina se aproximó a Marsciano.

»Me crié como un scugnizzo, un golfillo de las calles de Nápoles. Mi única maestra fue la experiencia. Allí era fácil acabar tirado en la cuneta con la cabeza abierta por creer las mentiras que te decían… De eso aprendes y procuras que no ocurra de nuevo… -Palestrina se detuvo ante Marsciano y lo miró a los ojos.

»Te lo preguntaré una vez más, Nicola, ¿está vivo?

– No, Eminencia, está muerto.

– Entonces, ya no hay más de qué hablar. -Palestrina lanzó una rápida mirada a Farel y abandonó la estancia.

Marsciano lo observó marchar. Consciente de que Palestrina preguntaría al policía acerca de su actitud al quedarse solos, Marsciano miró a Farel a los ojos:

– Está muerto, Jacov, muerto -le aseguró.


Al llegar al pie de las escaleras, Marsciano topó con uno de los policías de Farel vestido de paisano, pero pasó por su lado sin mirarlo.

El cardenal había consagrado toda su vida a Dios y a la Iglesia, era un hombre fuerte y a la vez sencillo, como su región, la Toscana. Hombres como Palestrina y Farel vivían en un mundo diferente al suyo, un mundo en el que él no tenía cabida y por el que sentía gran temor, pero las circunstancias y su valía lo habían llevado hasta allí.

«Por el bien de la Iglesia», le había dicho Palestrina, porque sabía que la Iglesia y Su Santidad constituían el punto débil de Marsciano y que las veneraba tanto como a Dios, pues para él formaban una unidad. «Entrégame al padre Daniel -era lo que en realidad le decía Palestrina- y ahorraremos a la Iglesia el escándalo del juicio y la humillación pública que sufriría si resultara estar vivo y la policía lo localizara.» Palestrina tenía razón: si entregaba al padre Daniel, considerado muerto, éste desaparecería sin más; Farel o Thomas se encargarían de ello. Después lo declararían culpable en el seno de la Iglesia, y el asesinato del cardenal vicario Parma pasaría a la historia.

Sin embargo, Marsciano no estaba dispuesto a entregar al padre Daniel para que lo asesinaran. En las narices de Palestrina, de Farel, de Capizzi y de Matadi había aprovechado todos los recursos de los que disponía para lograr lo imposible, que declarasen muerto al padre Daniel pese a que él sabía que no lo estaba. De no haber intervenido su hermano, era posible que hubiera funcionado. Pero no había sido así, y por tanto no le quedaba otro remedio que continuar con aquella farsa para ganar tiempo, aunque no cabía duda de que había fracasado.

Su intento de convencer a Farel de que decía la verdad, cuando hubo marchado Palestrina, no había dado resultado. Su destino, lo sabía, había quedado escrito con la mirada de Palestrina al policía cuando abandonó la sala. Con ella, había robado a Marsciano su libertad. Desde ese preciso instante lo vigilarían en todas partes, hablara con quien hablara, bien por teléfono, bien en los pasillos e, incluso, en casa; observarían todos sus movimientos e informarían de ellos primero a Farel y después a Palestrina. Sería como un arresto domiciliario. Echó un nuevo vistazo al reloj.


20. 50 h

El cardenal rogó a Dios que no hubiesen surgido problemas y que hubiera escapado sano y salvo, tal como se había planeado.

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