CIENTO CUATRO

Hefei, China, miércoles 15 de julio, 11.40 h

La burocracia, el caos reinante y su propio cargo de inspector de aguas habían retrasado la salida de Li Wen de la planta depuradora. Sin embargo al fin lo había hecho, pasando por delante de la multitud furiosa de políticos y científicos. En ese momento, con el maletín en una mano y tapándose la nariz con un pañuelo con la otra en un intento inútil de protegerse del hedor de los cuerpos putrefactos, se dirigía a Changjiang Lu. Caminaba ora por la calle ora por la acera, esquivando las ambulancias y vehículos de urgencias y a las hordas de personas desesperadas que intentaban huir de la ciudad, buscaban a familiares o esperaban temerosas los primeros síntomas de escalofríos y náuseas que indicaban que el agua que habían bebido estaba envenenada. Y la mayoría hacía las tres cosas a la vez.

Recorrió una manzana y pasó por delante del hotel Chino de Ultramar, donde se había alojado y había dejado la maleta y la ropa. El hotel ya no era tal, sino el Centro de Toxicología de la Provincia de Anhui. Lo habían expropiado en cuestión de horas, los huéspedes se habían visto obligados a abandonar sus habitaciones y su equipaje se había amontonado en el vestíbulo. Pero aunque hubiese tenido tiempo, Li Wen no habría regresado al hotel: había demasiada gente; quizá lo reconocerían y le harían preguntas, retrasándolo todavía más…, y Li Wen no debía retrasarse un minuto más.

Con la cabeza gacha, haciendo todo lo posible por no ver la expresión de horror en los rostros de las personas que lo rodeaban, anduvo hasta la estación donde los vehículos del ejército esperaban a los cientos de soldados que llegaban en tren.

Empapado en sudor y arrastrando el maletín, se abrió paso a codazos entre los soldados y esquivó a la policía militar. Cada paso resultaba más difícil que el anterior. Su cuerpo de cuarenta y seis años luchaba contra la tensión de los últimos días, el calor incesante y el hedor insoportable de los cuerpos en descomposición. Finalmente llegó hasta el jicunchu, la consigna, y recogió la vieja maleta que había depositado el lunes al llegar. La valija contenía las sustancias químicas necesarias para fabricar más «bolas».

Cargado con el doble de peso, regresó a la estación, se abrió paso a través de la entrada al andén y caminó cincuenta metros hasta la zona de los pasajeros, atestada de refugiados que esperaban la salida del siguiente tren. El suyo llegaría en quince minutos. Descargaría un tropel de soldados y se llenaría con más gente. Por su calidad de funcionario del Gobierno, dispondría de un asiento, algo por lo que se sentía agradecido en extremo. Una vez sentado procuraría relajarse. El viaje hasta Wuhu duraba casi dos horas; luego tomaría el tren a Nanjing, donde pernoctaría en el hotel Xuanwu de Zhongyang Lu, como estaba previsto. Allí podría descansar y dejar que lo embargara la sensación de venganza y de triunfo sobre el Gobierno dogmático que había matado a su padre y le había robado la niñez.

Disfrutaría de su tiempo y aguardaría a recibir la siguiente orden y a que le asignasen el siguiente objetivo.

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