¿Por qué se le había ocurrido a Roscani dejar de fumar justo ese día? A las siete de esa mañana había apagado a medias el cigarrillo en el cenicero y se había anunciado a sí mismo que no fumaría más. Desde entonces cualquier cosa servía para sustituir el tabaco: café, chicles, galletas, o, como en ese momento, un cucurucho de chocolate que se derretía bajo el intenso calor del sol de julio obligándolo a lamerse la mano mientras caminaba en dirección a la Questura. Sin embargo, ni el helado ni la falta de nicotina conseguirían desviar su atención del asunto que le preocupaba: la desaparición del arma automática Llama.
La idea lo había asaltado en medio de la noche y no le había permitido conciliar el sueño de nuevo. Lo primero que había hecho esa mañana era revisar la solicitud de traspaso de pruebas que habían firmado Pio y Jacov Farel en la granja cuando el segundo entregó la pistola al detective. Todo era correcto y legal e implicaba que Pio había tenido la pistola en su poder y que ésta había desaparecido después junto con Harry Addison; pero no era éste el pensamiento que lo había mantenido despierto toda la noche. Roscani siempre había pensado que el padre Daniel llevaba consigo la Llama y que había un vínculo directo entre él y el comunista español Miguel Valera, el hombre a quien habían tendido una trampa para atribuirle el asesinato del cardenal vicario de Roma.
No obstante, y esto era lo que había desvelado a Roscani, ¿era posible que la pistola no hubiera pertenecido al padre Daniel, sino a otra persona del autocar, a alguien que se encontrase allí para matarle? Si éste fuera el caso, estarían investigando un crimen doble: el intento de asesinato del cura y el atentado contra el autocar.
El calor que había empezado a apretar la semana anterior seguía aumentando, la noche era tórrida y húmeda, pues incluso a esas horas la temperatura no descendía de los veintiocho grados.
El cardenal Marsciano decidió ponerse unos pantalones caquis y una camisa de manga corta para salir al patio interior de su apartamento e intentar aliviar la sensación de bochorno.
El haz de luz procedente de la biblioteca iluminaba los tomates y pimientos que había plantado a finales de abril, pero que habían madurado antes de tiempo a causa del calor y estaban casi listos para recoger. En realidad, no resultaba tan raro que las temperaturas fuesen altas, pues estaban en julio. Marsciano esbozó una sonrisa al evocar la pequeña granja de la Toscana donde vivió con sus padres, cuatro hermanos y tres hermanas. El verano significaba dos cosas: por un lado, días muy largos en los que toda la familia se levantaba antes del alba para trabajar hasta el anochecer y, por otro, los escorpiones, miles de ellos. Había que barrer dos o tres veces al día para deshacerse de esos bichos, y uno jamás debía meterse en la cama ni ponerse ropa o zapatos sin revisarlos antes, pues la picadura del escorpión era dolorosa y sus efectos duraban largo tiempo. El alacrán era la única criatura de Dios que Marsciano detestaba antes de conocer a Palestrina.
Marsciano llenó la regadera de agua y humedeció la tierra de las plantas. Una vez completada la labor, se secó el sudor de la frente. La brisa no soplaba, y el calor seguía siendo agobiante. El calor.
El cardenal intentó olvidar el calor, pero no fue capaz; sabía que con el calor se pondría en marcha el plan de Palestrina para China. Marsciano leía cada día los periódicos, miraba el pronóstico del tiempo en la televisión y seguía el estado del tiempo en Asia en Internet, al igual que debía de estar haciendo Palestrina. La única diferencia residía en que el secretario de Estado contaba con mejores fuentes de información, sobre todo si se tenía en cuenta que, a raíz del Protocolo Chino, Palestrina había comenzado a estudiar meteorología. En menos de un año se había convertido en un experto en la interpretación de modelos computarizados de pronóstico del tiempo y, además, había entablado relación con media docena de profesionales con quienes se comunicaba a través del correo electrónico. Si Palestrina no hubiese tenido que ocuparse de asuntos más apremiantes, podría haberse labrado una segunda carrera profesional como el máximo experto en Italia en el pronóstico del tiempo.
Palestrina esperaba que una temporada húmeda y calurosa sobreviniese en el este de China, pues entonces las algas, que se alimentaban del sol, y sus toxinas se reproducirían con rapidez en la superficie de los lagos, contaminando el suministro de agua de las ciudades y los pueblos cercanos. Cuando las condiciones fueran propicias y la masa de algas alcanzase el volumen adecuado, Palestrina daría la orden de ejecutar el Protocolo, envenenando los lagos de un modo imposible de detectar, a fin de que las algas y la ineficacia de las depuradoras pareciesen la causa.
Miles de personas morirían, la población se alzaría en protesta y al gobierno central le asaltaría el temor de que las provincias amenazaran con independizarse ante la incompetencia de Pekín a la hora de manejar el sistema de aguas. Si esto ocurría, China se encontraría al borde de la desintegración, como le había ocurrido a la Unión Soviética. En semejante situación, el Gobierno estaría dispuesto a escuchar los consejos de un viejo aliado que le recomendaría reunir un consorcio de empresas internacionales, muchas de las cuales ya trabajaban en China en diversos proyectos, para reconstruir la anticuada infraestructura de suministro de aguas del país, desde los canales hasta las depuradoras, pasando por las presas y las centrales hidroeléctricas.
Dicho viejo aliado sería, claro está, Pierre Weggen, mientras que el Vaticano dirigiría desde la sombra las empresas encargadas de las labores de reconstrucción. Éste era el plan de Palestrina: controlar el agua de China para controlar el país.
Para empezar a controlar el agua necesitaba calor, y ése era un día caluroso, tanto en Italia como en el este de China. Marsciano sabía que si el tiempo en Asia no cambiaba, Palestrina no tardaría en dar la orden que pondría en marcha la pesadilla.
Marsciano se disponía a entrar en el apartamento cuando de pronto vislumbró un rostro en una ventana del piso superior. Fue sólo un instante, pero lo había reconocido: se trataba de la hermana María Luisa, su nueva ama de llaves o, mejor dicho, la nueva ama de llaves de Palestrina, quien de este modo le indicaba que vigilaba todos sus movimientos.
Una vez en el interior, el cardenal se sentó ante el escritorio para repasar el acta de la reunión del día anterior, el nuevo plan de inversiones aprobado por el consejo de cardenales. El lunes debía presentarlo a Palestrina para que lo firmase y, en ese momento, ya no habría nada que hacer.
Mientras trabajaba, se agolparon en su cabeza múltiples interrogantes, sobre todo uno que lo acechaba y atormentaba siempre en los momentos de tranquilidad: ¿por qué habían permitido que Palestrina llegara a ser quien era; por qué él había sido incapaz de hacer algo al respecto?
¿Por qué no había solicitado una reunión privada con el Santo Padre o enviado una carta confidencial al Colegio de Cardenales explicando lo sucedido, y lo que estaba a punto de ocurrir, para que lo ayudaran a impedirlo?
Por desgracia ya conocía las respuestas a estas preguntas, pues se las había planteado muchas veces. Por un lado, el Santo Padre era anciano y sentía devoción por su secretario de Estado, por lo que jamás permitiría que se dijera algo en contra de él. ¿Y quién presidía el Colegio de Cardenales sino el propio Palestrina? El secretario de Estado era una persona muy respetada que contaba con aliados en todas partes. Si lo acusasen de un delito semejante, sus seguidores tacharían la historia de disparate o la recibirían con enojo, como si se tratara de una herejía.
La amenaza de Palestrina de atribuir a Marsciano el asesinato del cardenal Parma a causa de un sórdido asunto amoroso todavía complicaba más la situación. ¿Cómo se defendería Marsciano de semejante mentira ante el Papa y los cardenales? Era imposible, Palestrina tenía todas las cartas en la mano y podía manipularlas a su antojo.
La cuestión adquiría mayor complejidad si se tenía en cuenta que lo sucedido se había fraguado en la intimidad del círculo más cercano al Papa como respuesta a la petición del Pontífice de encontrar un medio de expandir la influencia de la Iglesia en el siglo XXI. Se habían realizado numerosos estudios y propuestas hasta que Palestrina presentó la suya, con todo lujo de detalles. En ese momento, tanto Marsciano como el resto de los hombres de confianza del Santo Padre lo habían tomado a broma, pero no lo era.
Sólo el cardenal Parma se opuso abiertamente a la idea, los demás -monseñor Capizzi y el cardenal Matadi- habían guardado silencio. A Marsciano no debió haberle sorprendido la reacción de los consejeros. Resultaba evidente que Palestrina los había estudiado a todos. Parma, de la vieja escuela, conservador e inflexible, jamás habría aprobado la idea, pero Capizzi, graduado en Oxford y Yale y responsable del Banco del Vaticano y, Matadi, prefecto de la Congregación de Obispos, cuya familia figuraba entre las más influyentes del Congo, eran muy diferentes. Ambos dominaban la política y no habían llegado tan lejos por casualidad. Ambiciosos y astutos, los dos contaban con un considerable número de seguidores en el seno de la Iglesia y tanto uno como otro tenían la vista puesta en el papado. Sabían que a Palestrina no le interesaba este cargo, pero que en su mano estaba que uno de ellos lo ocupara.
Marsciano era una persona de todo punto diferente que había llegado hasta la cima no sólo gracias a su inteligencia y apoliticismo, sino porque en el fondo era un simple sacerdote que creía en la Iglesia y en Dios; un inocente incapaz de concebir que existiera un hombre como Palestrina en el seno de la Iglesia moderna, de modo que resultaba fácil convertir su fe en un instrumento para manipularlo.
De súbito Marsciano golpeó la mesa con el puño; estaba furioso por haber sido tan débil e ingenuo, incluso piadoso. Si su furia se hubiera despertado antes, tal vez habría logrado hacer algo, pero ya era demasiado tarde. El Santo Padre había delegado en Palestrina el control del Vaticano y la única voz que se opuso a él, la del cardenal Parma, se había visto silenciada. Capizzi y Matadi habían jurado fidelidad a su líder, y Marsciano se encontraba atrapado por la esencia de su propio carácter. Como resultado, Palestrina había tomado las riendas y había puesto en marcha una pesadilla imparable. Sólo les quedaba aguardar que llegara el calor del verano chino.