CIENTO VEINTISÉIS

El coche se adentró en el intenso tráfico del mediodía. Harry y Roscani iban sentados en el asiento posterior, y Scala y Castelletti delante, el segundo al volante. Recorrieron el margen del Tíber y atravesaron varias calles de la ciudad hasta llegar al Coliseo, enfilaron la Via di San Gregorio, pasaron por delante de las ruinas del Palatino y del antiguo Circus Maximus y descendieron por Via Ostiense hasta la Esposizione Universale Roma; era una completa excursión turística por la ciudad, una manera de hablar sin ser vistos.

Harry explicó todo de la manera más sencilla y sucinta posible.

La única persona capaz de revelarles la verdad sobre el asesinato del cardenal vicario de Roma y del compañero de Roscani, Gianni Pio, y, con toda probabilidad, sobre la explosión del autocar de Asís era el cardenal Marsciano, en aquellos momentos prisionero del cardenal Palestrina en el Vaticano, quien lo mantenía incomunicado y bajo amenaza de muerte. La información había llegado a Harry a través de su hermano, pero sólo constituía la punta del iceberg, Marsciano había explicado el resto de los detalles al padre Daniel durante una confesión que Palestrina grabó en secreto.

Debido a lo que sabía el padre Daniel, Palestrina lo mandó matar, pero antes, para controlar a Marsciano, Jacov Farel sembró pruebas falsas que inculpaban a Danny del asesinato del cardenal vicario. Más adelante, cuando Palestrina comenzó a sospechar que el sacerdote seguía con vida, lo más probable es que ordenara el asesinato de Pio por medio de Farel porque, justo después, se llevaron a Harry y lo torturaron para que revelara el paradero de su hermano.

– Fue entonces cuando grabaron el vídeo en el que usted pedía a su hermano que se entregara -comentó Roscani en voz baja.

– Estaba conmocionado por la tortura y me ordenaron que repitiera las palabras que oía a través de un auricular -asintió Harry.

Roscani permaneció en silencio durante largo rato, estudiando al norteamericano.

– ¿Por qué? -preguntó al fin.

Harry titubeó.

– Hay algo más -dijo-, otra parte de la confesión de Marsciano.

– ¿Qué otra parte? -Roscani se inclinó hacia delante.

– Está relacionado con la catástrofe de China.

– ¿China? -Roscani ladeó la cabeza sin acabar de entender sus palabras-. ¿Se refiere a los envenenamientos?

– Sí.

– ¿Qué tiene que ver eso con lo que sucede aquí?

Éste era el momento que Harry había estado esperando. A pesar de lo mucho que Danny quería a Marsciano y se preocupaba por él, constituía una locura pensar que Danny, Elena y él serían capaces de liberarlo. En cambio, si contaban con la ayuda de Roscani quizá tuvieran alguna posibilidad. Además, dejando a un lado los sentimientos y las emociones, lo cierto era que el cardenal Marsciano era la única persona cuyo testimonio podía exculpar a Danny, Elena y él mismo. Por eso Harry se encontraba allí y había decidido arriesgarse llamando a Roscani.

– Cualquier cosa que yo diga, ispettore capo, carece de valor porque lo sé de oídas y mi hermano, como sacerdote, tampoco puede hablar; Marsciano es quien conoce toda la verdad.

Roscani se reclinó en el asiento y extrajo un cigarrillo aplastado de la chaqueta.

– Así que le pedimos al cardenal que declare formalmente lo que antes dijo en confesión y todo solucionado.

– Quizá… -respondió Harry-. Su situación ha cambiado mucho desde entonces.

– ¿Habla usted en su nombre? Afirma que hablará con nosotros, que nos dará nombres y pruebas.

– No, no hablo en su nombre, sólo digo que él sabe la verdad y nosotros no, y jamás la sabremos a no ser que lo saquemos de allí y le demos la oportunidad.

Roscani se recostó en el asiento. Tenía el traje arrugado y necesitaba afeitarse. Aunque todavía era joven, parecía cansado y mucho mayor que la primera vez que se encontraron.

– El Gruppo Cardinale vigila todo el país -murmuró-. Su fotografía aparece tanto en los periódicos como por televisión. ¿Cómo ha logrado viajar desde Roma al lago de Como y regresar después?

– Disfrazado como ahora, de sacerdote. En su país sienten un gran respeto por los miembros del clero, sobre todo si son católicos.

– Lo han ayudado.

– Algunas personas han sido muy amables, sí.

Roscani posó la vista sobre el paquete de cigarrillos que tenía en la mano y lo estrujó poco a poco.

– Deje que le cuente algo, señor Addison: todas las pruebas lo señalan a usted y a su hermano. Imaginemos que le creo, ¿quién más supone que lo haría? -señaló al frente-: ¿Scala? ¿Castelletti? ¿Un tribunal italiano? ¿El pueblo del Vaticano?

Harry no desvió la mirada del policía porque sabía que si lo hacía pensaría que mentía.

– Ahora deje que yo le cuente algo, Roscani, algo que sólo yo sé porque me hallaba allí… La tarde que mataron a Pio, Farel me llamó al hotel y uno de sus hombres me llevó al campo, cerca del lugar de la explosión. Cuando llegué, Pio estaba allí. Unos chicos habían encontrado una pistola chamuscada. Farel quería que yo la viera e insinuó que había pertenecido a mi hermano; lo que intentaba era presionarme para que le revelara el paradero de Daniel, pero en ese momento yo ni siquiera sabía si seguía con vida.

– ¿Dónde está la pistola? -inquirió Roscani.

– ¿No la tiene usted? -preguntó Harry sorprendido.

– No.

– Estaba en una bolsa en el maletero del coche de Pio.

Roscani guardó silencio, mirándolo inexpresivo, pero su mente trabajaba a toda máquina. Harry Addison decía la verdad, ¿cómo habría conocido si no la existencia de la pistola? Además, su sorpresa al descubrir que el arma no obraba en poder de la policía había parecido genuina; todo cuanto había explicado coincidía con lo que había averiguado en el curso de la investigación, desde la pistola desaparecida hasta las intrigas del Vaticano.

Por fin comprendía por qué tantas personas habían protegido al padre Daniel y habían mentido por él: se lo había pedido el cardenal Marsciano.

La influencia de Marsciano era inaudita. Hijo de un granjero de la Toscana, muy arraigado a la tierra, era un hombre del pueblo querido y admirado como sacerdote mucho antes de alcanzar el puesto que en ese momento desempeñaba dentro de la Iglesia. A un hombre de su talla le bastaba con pedir ayuda para que se la prestaran sin exigir explicaciones a cambio.

Por otro lado Palestrina, el maquiavélico artífice de la operación -implicado de alguna manera en los envenenamientos de China-, era una figura de gran calibre en el mundo de la diplomacia y disponía de los contactos necesarios para contratar a un terrorista como Thomas Kind.

El cardenal Marsciano controlaba las finanzas de la Santa Sede, y ésta era la clase de respaldo financiero que necesitaría Palestrina para realizar cualquier proyecto ambicioso.

Harry observó a Roscani ponderar lo que le había contado y preguntarse si debía creerle o no; sabía que necesitaría ofrecerle más información para convencerlo y ganarse su apoyo.

– Un sacerdote que trabajaba para el cardenal Marsciano nos visitó en nuestra guarida de Lugano y pidió a mi hermano que regresara a Roma porque el cardenal Palestrina había amenazado con matar a Marsciano si no lo hacía. Nos consiguió un Mercedes con matrículas del Vaticano, además de alojamiento en Roma… Esta mañana fui a su apartamento. Estaba muerto, le habían cercenado la mano izquierda. Me asusté y salí corriendo… Le daré la dirección para que…

»¿Sabe que fue el padre Bardoni quien encontró a mi hermano todavía vivo en el caos del hospital después de la explosión? Lo sacó de allí en su propio coche y lo llevó a casa de un médico amigo suyo de las afueras de Roma. Allí cuidaron de él hasta que lo trasladaron al hospital de Pescara. ¿Lo sabía, ispettore capo? -Harry clavó la mirada en Roscani, dándole tiempo para asimilar lo que acababa de decirle y después, con un tono de voz más suave, afirmó-: Todo lo que le he contado es cierto.

Castelletti acababa de doblar una esquina y se encaminaba de nuevo al Tíber por Viale dell'Oceano Pacifico.

– Señor Addison, ¿sabe quién ha matado al padre Bardoni? -preguntó Roscani.

– Me imagino que el mismo hombre rubio que intentó asesinarnos en la gruta de Bellagio.

– ¿Sabe de quién se trata?

– No…

– ¿Le dice algo el nombre de Thomas Kind?

– ¿Thomas Kind? -Harry sintió un escalofrío.

– Sabe quién es…

– Sí -respondió.

Era como preguntar quién era Charles Manson; Thomas Kind, uno de los más conocidos, violentos y escurridizos fugitivos del mundo, para algunos también era uno de los personajes más románticos de la actualidad. Con «algunos» quería decir Hollywood. En los últimos meses se habían anunciado cuatro proyectos para cine y televisión en los que el personaje central era Thomas Kind. Harry lo sabía porque había negociado dos de ellos; el primero para uno de los protagonistas y el segundo para un director.

– Aunque su hermano no estuviera en una silla de ruedas, se hallaría en una situación muy peligrosa; Kind es un experto en encontrar a las personas a quienes persigue, tal como demostró en Pescara y Bellagio y ahora aquí, en Roma. Le aconsejaría que nos dijera dónde está.

Harry titubeó.

– Si detienen a Danny, será peor. Cuando Farel se entere, matará a Marsciano y ordenará a alguien que asesine a mi hermano, esté donde esté. Quizás a Kind, quizás a otra persona…

– Haremos lo posible para que esto no ocurra -aseveró Roscani.

– ¿Qué significa eso? -Una luz de alarma se encendió en el cerebro de Harry, sentía las manos empapadas y el sudor le cubría el labio superior.

– Significa, señor Addison, que no hay pruebas que certifiquen que usted dice la verdad pero, por otro lado, sí que existen pruebas suficientes para procesarlo tanto a usted como a su hermano por sendos delitos de homicidio.

A Harry le dio un vuelco el corazón. Roscani iba a arrestarlo allí mismo. Debía evitarlo a toda costa.

– ¿Está dispuesto a permitir que muera el testigo principal sin intentar impedirlo?

– Mis manos están atadas, señor Addison, no tengo autoridad para enviar a mis hombres al Vaticano ni para realizar detenciones… -Las palabras de Roscani, al menos, indicaban que creía la historia de Harry-. Nunca lograríamos extraditar a Marsciano, al cardenal Palestrina o a Farel. En Italia el juez es quien debe demostrar la culpabilidad del sospechoso «fuera de toda duda razonable». La labor del detective, mi labor, la de Scala, Castelletti, y del resto de los miembros del Gruppo Cardinale consiste en reunir pruebas para el fiscal, Marcello Taglia… Pero no existen pruebas, señor Addison, y por tanto no hay fundamento y, sin fundamento, ¿cómo pretende acusar al Vaticano? Usted es abogado, seguro que lo entiende.

Roscani no había apartado los ojos de Harry durante todo el discurso, y éste percibió en ellos rabia, frustración y una sensación de fracaso personal. Resultaba claro que había un conflicto interior entre sus sentimientos y su deber como policía.

Harry se reclinó en el asiento y observó la misma expresión en el rostro de Scala y Castelletti. Habían llegado al límite de sus competencias; y la política y la ley anularían la justicia. Sólo les restaba cumplir con su deber, y esto significaba procesar a Danny y a él. Y también a Elena.

Harry supo en ese momento que debía salir de allí, o estarían todos perdidos, incluido Marsciano. Se volvió hacia Roscani.

– Los asesinatos de Pio y el cardenal vicario, los de Bellagio y otros lugares se cometieron en suelo italiano.

– Sí -asintió Roscani.

– Si el cardenal Marsciano hablara con usted y el fiscal y les proporcionara detalles de estos crímenes, ¿dispondría de información suficiente para proceder a la extradición?

– Sería difícil.

– Pero tal vez funcionaría.

– Sí, pero no lo tenemos y no podemos rescatarlo.

– ¿Y si lo hago yo?

– ¿Usted?

– Sí.

– ¿Cómo?

Scala se volvió en el asiento, y Castelletti lo miró por el espejo retrovisor.

– Mañana por la mañana, a las once, una locomotora recogerá un vagón de mercancías antiguo en el Vaticano… Era el plan del padre Bardoni para liberar a Marsciano… Quizás encuentre el modo de llevarlo a cabo, pero necesitaría su ayuda al otro lado de los muros de la Santa Sede.

– ¿Qué clase de ayuda?

– Protección para mí, para Danny y la hermana Elena, por parte de ustedes tres. Nadie más. No quiero que Farel se entere. Si me da su palabra de que nadie será detenido hasta que hayamos acabado el trabajo, lo conduciré adonde están.

– Está pidiéndome que quebrante la ley, señor Addison.

– Usted quiere la verdad, ispettore capo, y yo también.

Roscani miró primero a Scala y luego a Harry.

– Continúe, señor Addison.

– Mañana, cuando la locomotora remolque el vagón afuera del Vaticano, ustedes lo siguen hasta que se detenga. Si todo sale bien, el cardenal Marsciano se hallará en el interior. A continuación ustedes nos llevan hasta donde se encuentran Danny y Elena y permiten que mi hermano y el cardenal se reúnan a solas hasta que Marsciano esté preparado para hacer una declaración. Entonces llaman al fiscal.

– ¿Qué ocurre si decide no hablar?

– Entonces se rompe el acuerdo y usted hará lo que tenga que hacer.

Roscani guardó silencio durante largo tiempo con expresión dura e impasible.

Harry no estaba seguro de si accedería o no. Al fin, habló.

– Mi parte es sencilla, señor Addison, pero abrigo serias dudas respecto a su papel. No sólo tiene que subir al cardenal al vagón, sino que debe sacarlo primero de la prisión y enfrentarse a Farel y su gente. Y en algún sitio está Thomas Kind.

– Mi hermano fue marine, él me ayudará.

Era una locura, Roscani lo sabía y estaba convencido de que Scala y Castelletti compartían esa opinión, pero a no ser que cruzaran ellos los muros del Vaticano, cosa imposible porque provocaría un incidente diplomático a gran escala, sólo les quedaba esperar y desearle suerte. Se lo jugarían todo a una carta. Era una carta mala, pero era la única que tenían.

– De acuerdo, señor Addison -cedió al final.

Una sensación de alivio se apoderó de Harry, pero intentó disimularla.

– Tres cosas más -dijo-; necesito una pistola.

– ¿Sabe utilizarla?

– Uno de mis clientes me obligó a participar en un curso de defensa personal en el club de tiro de Beverly Hills.

– ¿Qué más?

– Cuerda para escalar, lo bastante gruesa para resistir el peso de dos hombres.

– ¿Cuál es la tercera?

– Tienen a un hombre en prisión. La policía lo trasladó de Lugano a Italia en tren, está acusado de asesinato, pero un juicio justo probaría que fue en defensa propia. Necesito su ayuda. Deben liberarlo.

– ¿Quién es?

– Es un enano, se llama Hércules.

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