SETENTA

Sentado a una de las mesas de la terraza del hotel Du Lac había un hombre atractivo de ojos de color azul muy claro que debía de tener cerca de cuarenta años, vestido con vaqueros holgados y una camisa tejana. Llevaba casi toda la tarde observando a la gente que pasaba por delante del café.

Un camarero con camisa blanca y pantalones negros se detuvo junto a su mesa y señaló el vaso vacío.

– Ja -respondió Thomas José Álvarez-Ríos Kind. El camarero asintió con la cabeza y se alejó.

Thomas Kind había cambiado su aspecto, se había teñido el cabello de negro y las cejas de color rubio y ahora parecía un turista de origen escandinavo o un surfista californiano de mediana edad. Sin embargo, el nombre que figuraba en su pasaporte era Frederick Voor, un comercial de informática de nacionalidad holandesa con domicilio en Bloemstraat 95, Amsterdam, que esa misma mañana se había registrado en el hotel Florence.

A pesar de que el Gruppo Cardinale había anunciado hacía unas tres horas que se había abandonado la búsqueda del padre Daniel Addison en Bellagio, las carreteras de acceso a la ciudad permanecían fuertemente vigiladas, lo que significaba que la policía no se había dado por vencida del todo. Tampoco lo había hecho Thomas Kind, que había escogido esa terraza para observar las idas y venidas de los pasajeros del hidrodeslizador, aplicando una táctica aprendida en sus tiempos de revolucionario y asesino en Suramérica. La clave consistía en saber a quién buscaba, escoger un lugar de paso y esperar con paciencia. Esa noche, como en muchas otras ocasiones, la táctica había surtido efecto.

De todas las personas que había visto pasar en las últimas horas, el cura barbudo con la boina negra era sin duda el más interesante.


El botones abrió la puerta de la habitación 327, encendió la lámpara de la mesita de noche, dejó la bolsa de Harry y le entregó la llave.

– Gracias -dijo Harry al tiempo que buscaba unas monedas de propina.

– No, padre, grazie.

El botones rechazó el dinero con una sonrisa y abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí. Harry, ya por costumbre, echó el pestillo y miró en torno a sí. El cuarto era pequeño pero tenía vistas al lago, y los muebles estaban viejos pero cuidados. En la habitación había una cama doble, una silla, una cómoda, un escritorio, un teléfono y un aparato de televisión.

Harry se quitó la chaqueta y entró en el cuarto de baño para mojarse la nuca con agua fría, y cuando levantó la vista y contempló su rostro reflejado en el espejo, se percató de que los ojos ya no eran los mismos que había visto, hacía una eternidad, reflejados en aquel otro espejo mientras le hacía el amor a Adrianna. Eran diferentes y parecían asustados, pero al mismo tiempo más fuertes y decididos.

Dio media vuelta, regresó a la habitación y consultó la hora.


23.10 h

Abrió la bolsa y sacó un papel que la policía había pasado por alto al registrarla: una página arrancada de una libreta con el número de teléfono de Edward Mooi.

Titubeó por un instante antes de tomar el teléfono de la mesita de noche y marcar el número. Oyó dos llamadas y, a la tercera, alguien contestó al otro lado.

– Pronto. -Era una voz masculina.

– Con Edward Mooi por favor; discúlpeme por llamar tan tarde.

Se produjo un silencio.

– Soy yo -respondió la voz al fin.

– Buenas noches, soy el padre Jonathan Roe de la Universidad de Georgetown, soy norteamericano y acabo de llegar a Bellagio.

– No entiendo… -Mooi respondió con cautela.

– Quería hablarle del padre Daniel Addison… He visto las noticias en televisión.

– No sé de qué me habla.

– Como sacerdote estadounidense, pensé que podría ayudarle…

– Lo siento, padre, yo no sé nada… Se equivoca… Si me perdona…

– Para su información, me alojo en el hotel Du Lac, habitación 327.

– Buenas noches, padre.

¡Clic!

Antes de colgar el teléfono, Harry oyó una leve crepitación al otro lado de la línea que confirmó sus sospechas: la policía había escuchado toda la conversación.

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