Roscani arrancó un trozo de chocolate de la tableta y cerró el expediente de la Interpol.
Sección uno: cincuenta y nueve páginas, en las que se enumeraba a veintisiete hombres y nueve mujeres terroristas con actividades en Europa. Sección dos: veintiocho páginas con una lista de catorce asesinos presuntamente afincados en Europa, todos hombres.
Cualquiera de ellos podía haber puesto la bomba en el autocar de Asís, y a cualquiera de ellos podían pertenecer los restos carbonizados que se identificaron de modo erróneo como los del padre Daniel, la persona que llevaba la pistola Llama. Pero en opinión de Roscani, todos carecían del instinto ingenioso, erótico y sádico del rubio asesino del punzón y la cuchilla.
Frustrado y maldiciendo el día que se le ocurrió dejar de fumar, abrió la puerta de su pequeño santuario y entró en el gran salón de baile de Villa Lorenzi. Mientras observaba el tumulto alrededor de él, decidió que se había equivocado: aunque el Gruppo Cardinale era un ejército muy grande, llamaba demasiado la atención y cometía errores, Roscani se alegró de que, en vista de la situación, estuvieran allí. No le habría gustado jugar solo a ese juego ni realizar la investigación por su cuenta, como habría hecho su padre, como si ellos fueran los únicos capaces de encontrar la solución; se necesitaba a mucha gente, miles de ojos abiertos y alerta que rastrearan cada centímetro de la zona, pues ése era el único modo de estrechar el cerco e impedir que la presa huyera de nuevo.
Harry esperó a Elena en la camioneta con Danny; hacía más de media hora que se había ido, y él se sentía muy intranquilo.
Al otro lado de la calle un grupo de adolescentes pasó riendo y bromeando entre sí; uno de ellos tocaba la guitarra. Unos segundos antes, un hombre mayor había pasado por el mismo lugar con dos perros pequeños. El sonido de los adolescentes se apagó, y volvió a reinar el silencio.
Harry miró a Danny, que seguía durmiendo en el asiento contiguo con las piernas dobladas en posición fetal. Ofrecía un aspecto inocente, como el de un niño. Harry deseaba tocarlo y asegurarle que todo saldría bien.
Dirigió la vista a la iglesia situada sobre la colina. Tenía la esperanza de ver a Elena descender por el camino, pero no había más que una calle vacía con coches aparcados a ambos lados. De pronto le sobrevino una sensación procedente de lo más profundo de su ser; Harry acababa de descubrir qué hacía allí, era una deuda, un veredicto, un designio del karma.
Estaba cumpliendo la promesa que hizo a Danny años atrás, antes de entrar en la universidad. En esa época, su hermano atravesaba una etapa de rebeldía y tenía problemas constantes en casa, en el colegio y con la policía. Harry estaba a punto de empezar el curso en Harvard y, maleta en mano, buscaba a Danny para despedirse. En ese instante entró su hermano por la puerta con la cara sucia, el pelo alborotado y los nudillos despellejados por una pelea. Miró primero la maleta y luego a Harry, y pasó de largo sin decir nada. Harry lo sujetó del brazo con fuerza y le obligó a volverse.
– Tú acaba el instituto, ¿de acuerdo? Después vendré a buscarte y te sacaré de aquí, te lo prometo.
Más que una promesa, se trataba de una extensión del pacto que habían sellado años atrás.
Cuando murieron su hermana y su padre, y su madre se casó demasiado pronto con el hombre equivocado, habían jurado ayudarse mutuamente a abandonar esa vida, esa familia y esa ciudad para siempre. Era un juramento entre hermanos.
Pero por muchas razones no había cumplido su palabra. A pesar de que nunca habían hablado de ello -y pese a que las circunstancias habían cambiado y Danny se había alistado en los marines al finalizar el instituto-, Harry sabía que su distanciamiento se debía a que jamás había regresado a buscarlo. Sin embargo, por fin había regresado por él y estaba cumpliendo su promesa.
Miró de nuevo la colina.
La calle seguía oscura y vacía, al igual que las aceras que la bordeaban. Ni rastro de Elena.
De repente el timbre amortiguado de un teléfono desgarró el silencio. Harry se sobresaltó y miró a su alrededor, preguntándose de dónde procedía. Entonces recordó que había guardado el teléfono móvil en la guantera cuando había acudido a la gruta en busca de Elena y Danny.
El teléfono dejó de sonar y después comenzó de nuevo. Harry lo sacó y respondió.
– Sí -contestó con cautela, aunque sabía que sólo una persona conocía ese número.
– Harry…
– Adrianna.
– ¿Dónde estás?
Notó cierta inflexión en su voz, pero no era de preocupación, amabilidad ni amistad, era obvio que estaba pensando en términos de trabajo. Lo único que le preocupaba era el trato: Eaton y ella serían los primeros en hablar con Danny.
– ¿Harry?
– Sigo aquí.
– ¿Estás con tu hermano?
– Sí.
– Dime dónde estás.
Elena seguía sin aparecer.
– ¿Dónde estás tú, Adrianna?
– En Bellagio, en el hotel Du Lac, el mismo en el que continúas registrado.
– ¿Está contigo Eaton?
– No, está en camino desde Roma.
De pronto unas luces aparecieron en la cima de la colina y comenzaron a descender. Policías en motocicleta, dos. Bajaban despacio, mirando el interior de los coches, observando la acera, buscándolos a él y a Danny.
– Harry, ¿estás ahí?
Danny se revolvió, y Harry rogó que no se despertara como había sucedido en la gruta.
– Dime dónde estás y me reuniré contigo.
Danny se movió de nuevo, la policía estaba allí, a pocos metros de distancia.
– Mierda, Harry, háblame, dime dónde estás.
¡Clic!
Harry apagó el teléfono y cubrió a Danny con su cuerpo, rezando por que guardara silencio; entonces, en algún lugar del vehículo, volvió a sonar el teléfono.
Era Adrianna otra vez.
– ¡Dios mío! -Harry contuvo la respiración.
El timbre del teléfono sonaba muy fuerte, como amplificado a través de un altavoz. Intentó encontrar el aparato en la oscuridad, pero estaba atrapado entre el asiento, los pliegues de su camisa y Danny. Trató de taparlo con el cuerpo para que la policía no lo oyera en la quietud de aquella noche de verano.
El teléfono tardó una eternidad en dejar de sonar. Sumido en el silencio, Harry deseaba ver si la policía había pasado de largo, pero no se atrevía a levantar la cabeza. Oía latir su corazón con violencia.
De súbito alguien golpeó la ventana, y Harry se quedó paralizado. Oyó un segundo golpe, más fuerte.
Aterrorizado y resignado, levantó por fin la cabeza.
Elena lo miraba. Iba acompañada de un cura, y llevaban una silla de ruedas.