SETENTA Y DOS

El poeta iba acompañado de un hombre y una mujer que Elena jamás había visto antes.

– Los otros se han ido -fue lo primero que dijo a Mooi.

– Lo sé.

Edward le presentó a sus acompañantes como antiguos empleados de confianza de la casa que se ocuparían de Roark mientras ella iba a Bellagio.

– ¿A Bellagio?

– Quiero que se encuentre con alguien, un cura de Estados Unidos, y que lo traiga aquí.

– ¿Aquí? ¿A la gruta?

– Sí.

Elena miró a la pareja mayor y después a Edward Mooi.

– ¿Por qué yo? ¿Por qué no va usted, o ellos?

– Porque en la ciudad nos conocen y a usted no…

Elena volvió a posar la vista sobre el hombre y la mujer -Salvatore y Marta, había dicho Mooi que se llamaban-, que guardaban silencio y se limitaron a devolverle la mirada. Debían de tener unos cincuenta y pico años. Salvatore presentaba la tez curtida por el sol pero la mujer no, lo cual con seguridad significaba que él se dedicaba a las labores al aire libre mientras ella se ocupaba de las tareas domésticas. Aunque ambos llevaban alianzas, no había modo de saber si eran un matrimonio, pero esto no importaba; su mirada, a un tiempo asustada y decidida, lo decía todo: harían cualquier cosa que les pidiera Edward Mooi.

– ¿Quién es ese cura?

– Un familiar de Michael Roark.

– No es verdad. -Elena ya no tenía miedo, sólo sentía rabia porque ni su madre superiora ni sus tres escoltas le habían explicado la verdad-. Michael Roark no existe, o por lo menos, no es ese hombre de ahí -dijo señalando la habitación donde dormía su paciente-. Ese es el padre Daniel Addison, buscado por el asesinato del cardenal Parma.

– Él corre peligro, hermana Elena, por eso lo trajeron aquí y le dieron una nueva identidad…

– ¿Por qué lo protege?

– Me lo ha pedido alguien.

– ¿Quién?

– Eros Barbu.

– ¿Un escritor famoso en el mundo entero está protegiendo a un asesino?

Edward Mooi guardó silencio.

– ¿Luca y los otros lo sabían? ¿Y la madre superiora? -preguntó Elena incrédula.

– No lo sé… Lo único que sé es que la policía está pendiente de todos nuestros movimientos, por eso le pido que vaya a Bellagio. Si cualquiera de nosotros fuese a encontrarse con ese sacerdote, lo detendrían o lo seguirían hasta aquí.

– Ese cura es el hermano del padre Addison, ¿verdad?

– Creo que sí…

– Usted desea que lo traiga aquí…

Edward Mooi asintió con la cabeza.

– Le enseñaré otro camino por tierra firme…

– ¿Qué ocurrirá si voy a la policía?

– Usted no sabe con certeza si el padre Daniel es un asesino… He visto cómo cuida de él; es su responsabilidad, y usted no lo delatará a la policía.

Los ojos de Mooi eran los de un poeta, resueltos pero sinceros y confiados a la vez.

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