El poeta iba acompañado de un hombre y una mujer que Elena jamás había visto antes.
– Los otros se han ido -fue lo primero que dijo a Mooi.
– Lo sé.
Edward le presentó a sus acompañantes como antiguos empleados de confianza de la casa que se ocuparían de Roark mientras ella iba a Bellagio.
– ¿A Bellagio?
– Quiero que se encuentre con alguien, un cura de Estados Unidos, y que lo traiga aquí.
– ¿Aquí? ¿A la gruta?
– Sí.
Elena miró a la pareja mayor y después a Edward Mooi.
– ¿Por qué yo? ¿Por qué no va usted, o ellos?
– Porque en la ciudad nos conocen y a usted no…
Elena volvió a posar la vista sobre el hombre y la mujer -Salvatore y Marta, había dicho Mooi que se llamaban-, que guardaban silencio y se limitaron a devolverle la mirada. Debían de tener unos cincuenta y pico años. Salvatore presentaba la tez curtida por el sol pero la mujer no, lo cual con seguridad significaba que él se dedicaba a las labores al aire libre mientras ella se ocupaba de las tareas domésticas. Aunque ambos llevaban alianzas, no había modo de saber si eran un matrimonio, pero esto no importaba; su mirada, a un tiempo asustada y decidida, lo decía todo: harían cualquier cosa que les pidiera Edward Mooi.
– ¿Quién es ese cura?
– Un familiar de Michael Roark.
– No es verdad. -Elena ya no tenía miedo, sólo sentía rabia porque ni su madre superiora ni sus tres escoltas le habían explicado la verdad-. Michael Roark no existe, o por lo menos, no es ese hombre de ahí -dijo señalando la habitación donde dormía su paciente-. Ese es el padre Daniel Addison, buscado por el asesinato del cardenal Parma.
– Él corre peligro, hermana Elena, por eso lo trajeron aquí y le dieron una nueva identidad…
– ¿Por qué lo protege?
– Me lo ha pedido alguien.
– ¿Quién?
– Eros Barbu.
– ¿Un escritor famoso en el mundo entero está protegiendo a un asesino?
Edward Mooi guardó silencio.
– ¿Luca y los otros lo sabían? ¿Y la madre superiora? -preguntó Elena incrédula.
– No lo sé… Lo único que sé es que la policía está pendiente de todos nuestros movimientos, por eso le pido que vaya a Bellagio. Si cualquiera de nosotros fuese a encontrarse con ese sacerdote, lo detendrían o lo seguirían hasta aquí.
– Ese cura es el hermano del padre Addison, ¿verdad?
– Creo que sí…
– Usted desea que lo traiga aquí…
Edward Mooi asintió con la cabeza.
– Le enseñaré otro camino por tierra firme…
– ¿Qué ocurrirá si voy a la policía?
– Usted no sabe con certeza si el padre Daniel es un asesino… He visto cómo cuida de él; es su responsabilidad, y usted no lo delatará a la policía.
Los ojos de Mooi eran los de un poeta, resueltos pero sinceros y confiados a la vez.