A la sombra de un seto cercano a la torre había un Lancia oscuro. Era el coche que debía transportar los cadáveres de los hermanos Addison fuera del Vaticano.
Thomas Kind aguardaba sentado en el interior del vehículo, a salvo del humo. Desde el estallido del primer incendio supo que los hermanos Addison aparecerían, pero cuando se multiplicó el número de fuegos y se formó la cortina de humo, se percató de que se enfrentaba a alguien con instrucción militar. Aunque sabía que el padre Daniel había pertenecido a una unidad de élite del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, el humo y su efectividad evidenciaban que el cura había sido miembro de algún grupo especializado en insurrecciones como la fuerza de reconocimiento y, en ese caso, se habría entrenado con los SEALS de la Marina, expertos en realizar con pequeños grupos de hombres maniobras propias de fuerzas enteras basándose casi por completo en el trabajo individual.
Por tanto, los Addison contaban con más recursos y resultaban más peligrosos de lo que pensaba. Absorto en sus pensamientos, Kind vio a Harry Addison salir de un seto y echar a correr por delante del coche en dirección a la torre para luego desaparecer envuelto por el humo.
El primer impulso de Thomas Kind fue seguir a Harry y matarlo en el acto, pero se detuvo cuando se disponía a salir del coche. Además de no responder a una táctica adecuada, el arrebato formaba parte del sentimiento incontrolado que tanto lo aterrorizaba y que lo llevaba a pensar que estaba enfermo y que, por tanto, debía distanciarse del acto de matar.
Además, había que dejar el camino libre a los hombres a quienes se había pagado para llevar a cabo el trabajo y que aguardaban el momento oportuno. Si no participaba en la matanza, se sentiría bien.
Kind tomó la radio.
– F al habla. -Kind había adoptado formalmente este nombre en clave para la operación-. El objetivo B se acerca a la torre solo y vestido de paisano. Una vez que haya entrado, eliminadlo de inmediato.
Oculto tras la vegetación al pie de la torre, Harry alzó la vista y, tras la espesa cortina de humo, divisó a Hércules, que señalaba los arbustos donde se escondían los hombres de negro. Harry hizo una señal de respuesta y, con la Calico en la mano, avanzó hasta la enorme puerta de cristal de la torre, la abrió y entró en el edificio. Cerró la puerta con llave tras de sí y echó un vistazo alrededor: se hallaba en un vestíbulo de pequeño tamaño con un ascensor minúsculo y unas escaleras que conducían a los pisos superiores.
Volvió la cabeza para mirar atrás, pulsó el botón del ascensor y esperó a que se abriera la puerta. Entonces, accionó el interruptor de bloqueo de puertas y, empleando la Calico a modo de martillo, lo golpeó con fuerza, inutilizando el ascensor.
Giró sobre sus talones, echó un vistazo a la entrada y comenzó a subir por la escalera.
A medio camino oyó a los hombres de traje negro, que intentaban abrir la puerta, y supo que sólo tardarían unos segundos en romper el cristal y entrar.
Harry levantó la vista: doce escalones más y la escalera giraba a la derecha. Ascendió aprisa hasta el siguiente recodo y, con la Calico preparada, se volvió poco a poco. No había nadie en su camino; las escaleras continuaban hasta el siguiente piso, unos veinte escalones más arriba.
De pronto oyó un ruido de cristales que se rompían, se abrió la puerta principal y vio a dos hombres de negro que subían las escaleras con las pistolas desenfundadas. Harry dio media vuelta, guardó el arma en el cinturón y abrió la riñonera, de la que extrajo una botella de cerveza llena de ron y aceite mientras escuchaba atento los pasos de los hombres que subían con rapidez por las escaleras.
Encendió una cerilla, la acercó a la mecha, contó hasta tres y lanzó la botella a los pies del primer hombre. El estrépito del cristal al hacerse añicos y el rugido de las llamas fueron ahogados por la lluvia de balas que se incrustaron en la barandilla de madera junto a Harry, y desconcharon el techo y las paredes. De pronto, cesó el tiroteo y se oyeron los gritos de los hombres de negro.
– Esta vez se te acabó la suerte -aseveró una voz a sus espaldas.
Harry se volvió de golpe. Una figura familiar descendía la escalera hacia él; joven, trajeado, despierto, letal: era Anton Pilger, pistola en mano, con el dedo en el gatillo.
Harry comenzó a disparar sin dejar de apretar el gatillo. El cuerpo de Pilger se tambaleó, como si ejecutara pasos de baile en la escalera al tiempo que disparaba al suelo con expresión de sorpresa y perplejidad.
Al final sus piernas cedieron, cayó de espaldas sobre las escaleras y se oyó crepitar la radio en la chaqueta, pero eso fue todo. En el silencio sepulcral que se produjo a continuación, Harry recordó de repente que había oído esa voz antes y, entonces, comprendió las palabras de Pilger sobre la suerte: ya había intentado matarlo en una ocasión anterior, pero había fracasado. Había ocurrido en las alcantarillas, después de que lo torturasen y antes de que lo encontrara Hércules.
Harry se inclinó sobre el cuerpo de Pilger, tomó la radio y siguió subiendo las escaleras; se sentía aturdido, pero en ese momento supo por qué hacía lo que hacía: por amor a su hermano y porque su hermano le necesitaba. No había otro motivo.