CIENTO DOCE

Lugano Suiza a la misma hora

Harry llamó a la puerta de la habitación y entró seguido de Elena. Danny estaba solo, sentado en el borde de la cama con la vista fija en la pequeña pantalla del televisor situado encima de una mesita antigua.

– ¿Dónde está el padre Bardoni? -preguntó Harry. Hacía más de dos horas que el sacerdote había subido a entrevistarse con Danny. Al final, Harry se había hartado de esperar y había decidido hablar él mismo con Bardoni.

– Se ha ido -respondió Danny sin dejar de mirar la televisión.

– ¿Adónde?

– A Roma.

– ¿Ha hecho todo el viaje desde Roma y se ha ido sin más?

Danny no respondió y continuó mirando las imágenes transmitidas en directo desde China. En Hefei había caído la noche y en la ciudad reinaba un silencio tenebroso. Los periodistas no decían nada, se limitaban a observar, al igual que los soldados -vestidos con gafas, máscaras y uniforme de protección- que les impedían cruzar las barricadas. A lo lejos se distinguían con claridad dos puntos luminosos bajo el cielo negro. Sobraban las palabras y los primeros planos resultaban impensables. Los equipos de rescate, agobiados de trabajo, habían recibido la orden de incinerar los cuerpos para evitar la propagación de la epidemia. En la esquina inferior derecha de la pantalla aparecía un gráfico estadístico.

«Últimas cifras oficiales: 77.606 muertos.»-Dios mío… -Danny contuvo la respiración.

Era la primera noticia que tenía de lo sucedido en China. La había visto por casualidad, en realidad había encendido la televisión para averiguar cómo se desarrollaba la búsqueda policial de él y de su hermano.

– ¿Danny? -insistió Harry.

Danny tomó el mando a distancia y apuntó al televisor. ¡Clic!

La pantalla se tornó negra.

Danny contempló primero a Harry y luego a Elena.

– ¿Podría dejarnos solos, por favor, hermana? -le pidió en italiano.

– Claro, padre… -Elena miró por un segundo a Harry y salió del dormitorio.

Al cerrarse la puerta, Danny se volvió hacia su hermano.

– El cardenal Marsciano está enfermo… Debo regresar a Roma, necesito tu ayuda.

– ¿A Roma? -repitió Harry incrédulo.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Acabo de decírtelo.

– No, lo único que has dicho es que el cardenal Marsciano está enfermo, nada más.

Harry lanzó una mirada furiosa a su hermano. Se encontraban en el mismo punto en que habían dejado la última conversación.

– Ya te dije que no puedo hablar sobre el tema.

– Bien, no puedes, pues hablemos de otra cosa… ¿Cómo sabía el padre Bardoni que estabas aquí?

– La madre superiora de Elena…

– Bien, continúa.

– Continuar ¿con qué? -respondió Danny-. Debo ir a Roma, eso es todo… No puedo caminar… Incluso necesito ayuda para ir al cuarto de baño…

– ¿Por qué no te has marchado con el padre Bardoni?

– Porque tenía que tomar un avión en Milán y no creo que convenga que me vean en el aeropuerto, ¿verdad?

Harry se pasó la mano por los labios. Danny no sólo estaba lúcido sino también decidido.

– Danny, nuestras fotos salen por la televisión, en los periódicos… ¿Hasta dónde crees que podrías llegar?

– Si hemos llegado hasta aquí, podemos ir hasta allí.

Harry escrutó a su hermano intentando encontrar la respuesta que éste no le daba.

– Hace un momento querías que me fuera para impedir que me mataran y ahora pretendes que salte directamente al fuego. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

– Hace un momento no sabía cuál era la situación.

– ¿Cuál es la situación?

Danny guardó silencio.

– ¿Qué está ocurriendo en el Vaticano? -insistió Harry.

Danny permanecía callado.

– Al principio, Marsciano, todos, querían hacerme creer que estabas muerto -presionó Harry-. Estaba protegiéndote… Aseguró que nos matarían a los dos, a ti por lo que sabes y a mí porque supondrían que me lo habrías contado. Ahora puedes añadir a Elena a la lista. Si quieres poner mi vida y la suya en peligro, tendrás que explicarme el resto.

– No puedo… -susurró Danny.

– Dame una razón. -Harry se mostraba duro, incluso cruel, pues estaba decidido a obtener una respuesta.

– Yo… -Danny titubeó.

– He dicho que me des una razón, mierda.

Danny permaneció en silencio durante largo rato hasta que por fin habló.

– En tu negocio, Harry, lo llaman secreto profesional, en el mío se llama confesión, ¿comprendes?

– ¿Marsciano se confesó contigo? -inquirió Harry aturdido. Jamás se le había ocurrido pensar en la confesión.

– No he dicho ni quién ni qué, Harry, sencillamente te he explicado por qué no es posible hablar de ello.

Harry se acercó a la pequeña ventana al otro lado de la habitación. Por una vez en su vida de adulto deseaba estar en el mismo bando que Danny, quería que confiara en él y le contase la verdad, pero resultaba claro que no lo haría.

– Harry, tienen al cardenal Marsciano prisionero en el Vaticano y, si no voy, lo matarán.

– ¿Quién? ¿Farel?

– El secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Palestrina.

– ¿Por qué? -preguntó Harry sobresaltado.

Danny sacudió la cabeza con lentitud.

– No puedo decírtelo.

Harry se acercó a Danny.

– Te quieren a cambio de Marsciano, ¿verdad?

– Sí, pero esto no ocurrirá… El padre Bardoni y yo sacaremos al cardenal de allí; por eso se ha marchado solo, para empezar a organizado todo. Además, si viajábamos juntos corríamos el riesgo de que nos detuvieran a los dos.

– ¿Vas a sacar a Marsciano del Vaticano? Dos hombres, uno de ellos incapacitado, ¿contra Farel y el secretario de Estado del Vaticano? -Harry lo miró incrédulo-. Danny, no estás luchando contra dos hombres poderosos, sino contra un país.

– Lo sé… -asintió Danny.

– Estás loco.

– No… Soy metódico, pienso bien la cosas… Puede hacerse. Recuerda que fui marine… Conozco algunos trucos.

– No -contestó Harry con sequedad.

– No, ¿qué? -Danny se incorporó de golpe.

– No, punto final -Harry estaba resuelto-. Es cierto que no regresé en tu busca hace muchos años, pero estoy compensándolo ahora, de Nueva York a Roma, a Como, a Bellagio y al sitio donde estamos, como se llame. Bien, pues pienso sacarte de aquí, pero no te llevaré a Roma, sino a Ginebra… Allí negociaré nuestra rendición con la Cruz Roja Internacional y rogaré porque la publicidad que recibiremos nos proteja.

Harry se dirigió a la puerta y, con la mano en el pomo, se volvió hacia Danny.

– No me importa el resto del asunto, hermano, no quiero perderte, ni por Marsciano ni por la Santa Sede, ni por Farel ni por Palestrina… No permitiré que acaben contigo como el hielo acabó con Madeline.

Harry clavó los ojos en Danny para asegurarse de que le había entendido, después abrió la puerta y se dispuso a salir.

– ¡Soy quien soy! -gritó Danny. Harry quedó paralizado, como si le hubieran clavado un puñal en la espalda. Dio media vuelta para mirar a su hermano-. El día que cumpliste trece años viste las palabras escritas en una roca del bosque cuando regresabas a casa por el camino que siempre tomabas cuan do no te apetecía ir a casa, y ese día en especial, no querías volver.

Harry sintió que le flojeaban las piernas.

– Fuiste tú…

– Fue mi regalo, Harry, el único que podía darte. Necesitabas confianza en ti mismo, era todo lo que teníamos. Y lo conseguiste, has construido tu vida alrededor de esas palabras y lo has hecho muy bien. -Danny no apartó la mirada de Harry-. Llegar a Roma lo significa todo para mí; ahora soy yo quien necesita un regalo, y tú eres el único capaz de dármelo.

Harry permaneció inmóvil. Danny acababa de sacarse un as de la manga. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– ¿Cómo demonios llegaremos a Roma?

– Con esto…

Danny tomó un sobre amarillo de la mesita de noche y extrajo lo que contenía: unas matrículas largas, estrechas y blancas con las letras negras SCV 13 grabadas.

– Son matrículas del Vaticano, Harry, matrículas diplomáticas. Nadie detendrá un coche que lleve esto.

Harry alzó la vista.

– ¿Qué coche? -inquirió.

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